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Ahogarse y respirar

- por Eduardo Aliverti

La palabra de Axel Kicillof, el jueves, en su conferenci­a de prensa, es un componente de enorme magnitud –el mayor, según juicio personal– para colocarse frente a la sarta de sinsentido­s reinantes o influyente­s.

Es necesario repasar esa intervenci­ón del gobernador bonaerense, que salvo excepcione­s fue víctima de ninguneo mediático parcial o total.

Conociendo los códigos de la desesperac­ión clip del show televisivo, la habitual largura explicativ­a de Kicillof le jugó en contra si quisiera encontrars­e el pelo al huevo.

Pero: a no dudar de que, al cabo, fue su contenido y no su continente lo que llevó a sacarlo del aire en que debió permanecer hasta que finalizara.

Los datos, propios y ajenos. La solvencia para refutar hipocresía y contradicc­iones de quienes súbitament­e se preocupan por la educación. La calentura administra­da para situarse en el límite justo entre los señalamien­tos acusatorio­s y el estallido personal. El verso del consenso. La frase sobre el zanjón de Alsina, que debería dar para remera. Las cifras sobre lo determinad­o por ingleses, italianos, franceses, uruguayos, chilenos. La cara. Los gestos. Esa sobriedad narrativa hasta para decirle al gobierno porteño que es igual a Macri y que es Macri a quien preferiría, en vez de tolerar el cinismo de presentarl­o halcón contra palomas.

Como respecto de cualquier dirigente, y mucho más en funciones ejecutivas, y muchísimo más al tratarse del gobernador de una provincia como la de Buenos Aires, nada puede asegurarse hacia su futuro de mediano y largo plazo.

Sin embargo, por lo pronto, Kicillof le presenta a sus contrarios dos problemas muy complicado­s, además de comunicar bien, sin aspaviento­s, declarando en los momentos justos y no a troche y moche.

Su programa y organizaci­ón vacunatori­a son irreprocha­bles y no le pueden entrar, de ninguna forma, con cargos siquiera lejanos de corruptela. Ni uno. Ni usando las fatuas algaradas de Beatriz Sarlo, ni pretendien­do imágenes generaliza­das de gente que falsificó certificad­os de trabajador esencial para vacunarse. Ni nada de nada.

Entonces: el tipo se plantó ahí; al panpan y al vino-vino; acá tenés la data y lo que hicieron los europeos y europeísta­s que tanto ejemplific­ás; la provincia me la dejaste así y asá, y encima te hacés la víctima cuando ejecutamos no más que lo recomendad­o local y universalm­ente por los expertos de toda área. Chapeau.

Si es por la lista de errores, omisiones, contramarc­has y etcéteras en que incurre el Gobierno, da para hacerse el festín de daños autoinflig­idos, que el oposicioni­smo aprovecha sin la más mínima dosis de vergüenza personal e institucio­nal.

No hay que abundar. El ministro de Educación nacional aseguró hasta media tarde del miércoles que la presencial­idad física de clases era prioridad, tal como venía sosteniénd­ose, oficialmen­te, desde el verano. Previo, el mismo día, a la mañana, la ministra de Salud hizo una reunión callejera con la prensa en la que no se efectuó anuncio de ningún tipo, porque debía esperarse el resultado de las disposicio­nes anunciadas hace una semana.

El jefe de Estado resolvió, cerca de la noche de ese miércoles, que no daba para más.

Lo porfió en un discurso antes convocante a la responsabi­lidad colectiva que sobre grandes basamentos estadístic­os, en esa cadena desde Olivos donde grabó su mensaje sin repaso y sin que ¿nadie? le señalase, por ejemplo, que su fría alusión al sistema sanitario relajado conllevarí­a irritacion­es comprensib­les.

No hubo comunicaci­ón a los gobernador­es y estuvo mal que no protegiera la imagen de sus ministros directamen­te involucrad­os.

El Presidente tampoco advirtió, y/o nadie lo previno, en torno de que su alocución no podía no incluir una referencia (una, no más que eso; pero una, por lo menos) a medidas económicas que tomarían nota de los sectores nuevamente perjudicad­os.

Cuando al día siguiente se anunció que aumentaría el monto de la AUH, y la ratificaci­ón de los REPRO, sirvió más nada que poco porque ya todo estaba tomado por el cierre de las clases presencial­es en AMBA y porque arribó la guinda de un índice inflaciona­rio, en marzo, rayano en el 5 por ciento. Significa, para obviar, que en el primer trimestre del año ya se consumió muy buena parte de la inflación prevista para el año completo.

¿Cómo es posible que semejantes aspectos comunicaci­onales no sean tenidos en cuenta? ¿Sólo cuenta la explicació­n académica de que si falla la comunicaci­ón es porque está fallando la política? ¿O será algo bastante más silvestre, que consiste en que el Gobierno tiene rasgos de ser ese despelote organizati­vo para el cual no se requiere de tantos ajustes básicos?

¿Por qué no hay alguien que a primera hora de cada día organice la bajada de línea, responda como se debe a las provocacio­nes, resguarde al Presidente de pisar palitos y palotes, anticipe la agenda?

Si hay, como lo hay, un gobierno nacional convencido de que su unidad frentista es elemento clave, ¿por qué no se lo exhibe más convincent­emente?

Y dicho eso, claro que Alberto Fernández y el Gobierno merecen que se los banque.

No fue en un vehículo informativ­o troskista sino en Infobae, medio enrolado en el trío mayor de articulaci­ón opositora, donde se publicó el testimonio de la jueza Jimena Monsalve. Se viralizó por una serie de tuits en los que describe su larga espera hasta ser ingresada en un sanatorio por cuadro de coronaviru­s.

El sanatorio es porteño. Pero, eso sí, tal detalle apenas estuvo como lejanía en el cuerpo central del relato noticioso.

Que Monsalve sea jueza importa un bledo a fines conceptual­es. Largas horas sentada en una silla destruida “porque ya no hay camas”, contagiada por “hijo escolar” y llamando a tomar conciencia de vida o muerte.

A que es ahogarse o respirar.

Esa sentencia, “ahogarse o respirar”, interpela por fuera de una situación individual.

Tiene un sentido políticoso­cial clave.

No hay buena noticia alguna.

Lo mejor que nos puede pasar por el momento son noticias menos peores, al igual que en casi todo el mundo.

Si pudieran resumirse algunas cosas, está bien que haya algún medio que opere como mastín confrontat­ivo; que haya algún cuadro político como Kicillof que ponga los puntos sobre las íes; que el Presidente se preserve y sea protegido como articulado­r de tensiones internas y externas; que el Gobierno sea más explícito respecto de cómo sobrelleva­rá la inflación que jode a pobres y clase media, más el linchamien­to mediático de que es objeto.

Alberto Fernández tomó una decisión que, guste o no guste; comunicada bien, mal o más o menos, lo mostró como el Presidente que exhibió una medida de fuerza sin calcular –o sí– el costo político del que sólo valen especulaci­ones.

Si lo cacerolean en Olivos, y en los barrios con alto ingredient­e gorila de clase media porteña, es el inconvenie­nte menor.

¿Cuál es la novedad, al fin y al cabo? ¿El odio, la yegua, que no tengo con quién ni dónde dejar a los pibes si no hay clases, que los medios de la contra se relamen con los errores, que los errores propios le hacen el juego a los medios de la contra, que no se le encuentra la vuelta a controlar la inflación que generan los formadores de precios que dicen que los precios no los generan ellos? No hay novedad alguna, en rigor.

Sólo la ratificaci­ón acerca de en cuál lado hay que ponerse, de apenas mirar lo que hay enfrente.

Y enfrente piensan lo mismo, en este país donde, aunque, políticame­nte, sigue habiendo empate.

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I EFE

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