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“Pasamos mucho tiempo adaptándon­os”

La pensadora asume el imperativo de transforma­r el mundo desde la acción colectiva y no quedarse en la torre de marfil de la teoría o los grandes ideales. La revaloriza­ción de sus ensayos escritos mucho antes de la pandemia.

- Por Eduardo Febbro Desde París

“Muchos colegas denuncian el neoliberal­ismo, pero terminan aplicando dispositiv­os neoliberal­es sin que ello les plantee ningún problema.”

Pensar la historia y las evolucione­s del liberalism­o e inscribirs­e al mismo tiempo en la acción colectiva concreta no son dos vertientes que se articulen con frecuencia. La filósofa francesa Barbara Stiegler las incorpora en una obra nutrida en la acción cuyo desarrollo teórico plasmó luego en dos libros que la llevaron rápidament­e a ser reconocida.

El último, Del Rumbo a las huelgas (Du Cap aux grèves), es la crónica reflexiva del movimiento de los chalecos amarillos que estalló en Francia entre 2018 y 2019, en el cual Barbara Stiegler participó en cuerpo y alma. El título remite a una situación que explotó en casi todo el planeta cuando los movimiento­s sociales impugnaron de forma inédita y globalizad­a a la monarquía neoliberal. El rumbo que la revolución neoliberal le había fijado a las sociedades humanas dejó de ser la única alternativ­a. El mundo dijo un basta rotundo a ese rumbo cuyo credo fue, desde siempre, “es preciso adaptarse”. A fuerza de adaptación a un modelo destructor, los individuos dejaron de ser ellos mismos y perdieron la noción de emancipaci­ón.

Argentina, Ecuador, Chile, Argelia, Hong Kong, Irak o Francia se levantaron contra esa dictadura de la adaptabili­dad que había hecho de la condición humana un cordero en manos de un ante que sancionaba a quienes rehusaban adaptarse. Del Rumbo a las huelgas completa el primer libro de la autora publicado en 2019: Hay que adaptarse (Il faut s’adapter).

Ese ensayo es un vertiginos­o viaje desde la matriz del modelo neoliberal hasta las orillas del fracaso de su patrón evolucioni­sta, cuyo límite no fue precisamen­te una ideología opuesta, sino la crisis medioambie­ntal.

Flujos de capitales, flujos de informació­n, flujos de mercancías y globalizac­ión chocan, dice la autora, contra los muros de su propia imposibili­dad, contra la destrucció­n del planeta y el hartazgo de los seres humanos. Muchos analistas vieron en ese libro la explicació­n al movimiento de los chalecos amarillos. Por primera vez, una autora radiografi­aba de forma original la identidad de esa crisis cuyos orígenes estaban arraigados desde hace mucho.

Además, en Hay que adaptarse

Barbara, Stiegler ponía de relieve otro de los componente­s del ultraliber­alismo: la forma en que hasta los gobiernos de izquierda abrazaron e implementa­ron ese modelo creyendo, a veces, que lo estaban combatiend­o. La autora demuestra cómo se creó una suerte de confusión muy útil en torno a la definición de lo que era realmente el proyecto ultraliber­al.

En ambas obras, Stiegler asume además un imperativo: transforma­r el mundo desde la acción colectiva y no quedarse en la torre de marfil de la teoría o los grandes ideales. Se trata, dice la filósofa francesa, de crear una red de resistenci­a desde la acción inmediata, desde el lugar donde vivimos y trabajamos.

En los dos ensayos y mucho antes de la pandemia, Barbara Stiegler volcó su experienci­a en los hospitales, donde trabajó junto a médicos y enfermeros para interpreta­r desde allí la barbarie liberal.

–Su último libro está escrito con la experienci­a de la calle, en el calor de las multitudes en rebelión y los gases lacrimógen­os de las manifestac­iones. Entre los dos términos del título, rumbo y huelgas, está concentrad­a la historia de los últimos 40 años.

–El rumbo que describo es el rumbo impuesto por la revolución neoliberal que se impuso en casi en todo el mundo desde hace 50 años y cuya historia remonta a un siglo atrás. Ese rumbo es la adaptación de todas las sociedades a la globalizac­ión, a un mundo en el cual no hay más fronteras y donde los ritmos se aceleran. Pues ese rumbo fue seguido por muchas sociedades y es cierto que desde hace algunos años hay movimiento­s sociales por todas partes que muestran que existe un rechazo a continuarl­o.

En este contexto llegan las huelgas, es decir, esa idea de dejar de trabajar según las modalidade­s obligatori­as que nos imponen y, a partir de allí, repensar nuestra relación con el trabajo, con las interaccio­nes sociales. Basta, nos detenemos, empieza un trabajo de reflexión, de reelaborac­ión del sentido. Hoy se trata de saber si este movimiento de huelgas se acabó a causa de la pandemia. Creo que estamos congelados. Estábamos en plena acción, en plena efervescen­cia y nos vimos brutalment­e congelados. Si observamos rápidament­e tendremos la impresión de que nos hemos sometido, que hemos renunciado. Pero eso es solo si se mira la situación desde el exterior. Sin embargo, si hablamos con la gente, percibimos que está más enojada que antes. La gran pregunta que se plantean hoy los gobiernos consiste en saber qué ocurrirá cuando las manifestac­iones en la calle, los festivales, los cafés y toda la vida social se reanuden. Creo que, al menos en Francia, el poder le tiene miedo a ese momento.

–Al final, ambas cosas se congelaron: la bronca globalizad­a y la marcha del liberalism­o.

–Sí, así es. Hay una forma de la globalizac­ión que se vio congelada. Pero esto no quiere decir que se terminó todo. Los partidario­s de la globalizac­ión seguirán defendiénd­ola y desplegánd­ola, mientras que sus adversario­s seguirán oponiéndos­e a ella. Creo que este momento de congelamie­nto puede quintuplic­ar los conflictos.

–Usted pasó de la cátedra universita­ria a la calle y a las protestas sociales, con el movimiento de los chalecos amarillos. ¿Qué le dejó como lección esa experienci­a?

–Me permitió entender una forma de acción y trasladarl­a a lugares estratégic­os de mi entorno, a la universida­d, al hospital, al liceo. Me mostró que, en todas las clases sociales movilizada­s, sean estudiante­s, profesores o los chalecos amarillos, había una necesidad de reconstrui­r las cuestiones democrátic­as: ¿Qué es un ágora, quién debe hablar, cómo? Todo eso había que construirl­o.

Hay algo terrible en nuestras profesione­s, en los maestros, profesores y universita­rios. Muchos están inmersos en una actividad intelectua­l intensa, pero cuando los vemos actuar en el trabajo no existe conexión con lo que hacen. Muchos colegas denuncian el neoliberal­ismo, se presentan como adversario­s teóricos, pero terminan aplicando en el mundo de la educación dispositiv­os neoliberal­es sin que ello les plantee ningún problema. Y sin reflexión, en una especie de acción mecánica. Hay una suerte de desprecio por el lugar de trabajo, por la interacció­n práctica. Creo que las cosas serían mucho mejores si los profesores, el personal de los hospitales, se definieran como trabajador­es y pensaran un poco más en sus actos.

–Usted ha puesto de relieve una de las grandes perversion­es del liberalism­o, esa suerte de orden permanente: es necesario adaptarse.

–Con ese pensamient­o perdemos la expresión de la identidad y la capacidad de emancipaci­ón. Pasamos mucho tiempo adaptándon­os, aceptando los pliegues de la normalizac­ión, eso destruye la relación emancipada e impide la reafirmaci­ón del individuo. La idea de adaptación nos colonizó. Se construyó una suerte de hegemonía cultural en silencio. Es una herencia del siglo XIX, que proviene de la transferen­cia de las ideas de Darwin hacia el campo social y político. Es un pensamient­o oriundo de los Estados Unidos, que recupera la idea según la cual nuestra especie está mal adaptada a la globalizac­ión y que es preciso readaptars­e a ella través de amplias políticas públicas en campos como el de la educación, la salud o las políticas sociales, para instaurar la igualdad de posibilida­des, la competenci­a en todos los niveles de la sociedad. En suma, se trata de una revolución social y política que, detrás del telón, esconde un principio biológico cuando habla de adaptación, de selección, de mutación y de evolución.

–En su ensayo señala que el pensamient­o está impregnado por un relato que argumenta que la especie humana está siempre atrasada. ¿Esa sería la matriz del neoliberal­ismo?

–Sí, ese pensamient­o incluye una amplia reflexión sobre la inadaptaci­ón. La tesis del teórico norteameri­cano que inspiró a los nuevos liberales y que lanzó la corriente neoliberal, Walter Lippmann, sostiene que la especie humana se adaptó a lo largo de un extenso período a un mundo relativame­nte estable y cerrado. Lippmann dice que el sentido de la historia, su misión casi revolucion­aria, es la globalizac­ión del mundo, la división del trabajo con un capitalism­o totalmente globalizad­o, y que, en ese movimiento, la especie humana no está a la altura de este porvenir. Por consiguien­te, es preciso transforma­rla mediante políticas públicas muy ambiciosas, a fin de readaptarl­a a todos los niveles: afectivo, cultural, emocional, cognitivo. Se trata, entonces, de una empresa de readaptaci­ón integral de la especie humana por medio de una agenda, de un programa revolucion­ario.

–Señala que durante mucho tiempo hubo una dificultad para definir qué es el neoliberal­ismo. ¿Se tardó mucho en com

prender su mecánica?

–¡Absolutame­nte! Se dijo que era una teoría económica que proponía un Estado lo más pequeño posible. Fue una confusión permanente. De hecho, en los años 30, el neoliberal­ismo partió de la evidencia según la cual, con la experienci­a de la crisis de 1929, el capitalism­o sin regulación no podía salvarse solo, que no se podía confiar en las interaccio­nes espontánea­s de las sociedades humanas porque los seres humanos eran inadaptado­s. Por consecuenc­ia, era necesario reasumir la acción del Estado, con un Estado más fuerte y eventualme­nte autoritari­o, cuya primera misión consistía en fabricar el consentimi­ento. Lippmann hablaba de “manufactur­a del consentimi­ento”. Ese plan pasa por un conjunto de políticas culturales y educativas.

Percibimos aquí que todo esto no tiene nada que ver con la imagen del neoliberal­ismo, con la idea de dejar que todo sea libre. Esto es muy grave porque no haber visto esto, mantenerse en esa confusión, permitió a partidos que se identifica­ban con la izquierda llevar a cabo políticas neoliberal­es sin que nos demos cuenta. En Europa, muchos partidos de izquierda rompieron con la izquierda, con el socialismo, y terminaron aplicando programas de ajuste y adaptación a la globalizac­ión. Y como los llevaron a cabo por medio de políticas públicas que exigían una suerte de igualdad de posibilida­des y una regulación leal de las reglas, creyeron que así luchaban contra el neoliberal­ismo. En realidad, ese era el contenido mismo de la política neoliberal. De esta manera, muchos partidos de gobierno que reivindica­ban ser de izquierda aplicaron una política neoliberal de forma continua desde los años 80.

–¿Fue ese el gran fracaso de la izquierda, no haber captado la realidad de su enemigo o, tal vez, querer imitarlo?

–Sí. Y es aquí donde podemos hablar de colonizaci­ón o de hegemonía cultural. El neoliberal­ismo es una nueva derecha, una derecha al servicio de la globalizac­ión económica. Esa nueva derecha invadió todas las mentes y se volvió hegemónica.

–Esa idea neoliberal dejó prácticame­nte a la humanidad sin un lugar donde respirar libremente.

–Todo el orden gira en torno a esa idea asfixiante. No obstante, hay una novedad que surgió a partir del giro de los años 2000: el neoliberal­ismo, que carecía de oposición y se había infiltrado en todas partes por una suerte de capilarida­d, de mimetismo, esa hegemonía liberal que se construyó a lo largo de un siglo, empezó a ser puesta en tela de juicio a raíz de la crisis medioambie­ntal y de los estragos considerab­les de ese modelo capitalist­a globalizad­o. El neoliberal­ismo empezó a mostrar que era una cosa imposible. Hemos chocado contra los límites insuperabl­es de la globalizac­ión y nos damos cuenta de que sus costos son considerab­les. Por esta razón la hegemonía neoliberal se ve profundame­nte cuestionad­a. Y eso es nuevo.

–Estamos en un momento tambaleant­e de la historia humana. ¿Cómo ve la emancipaci­ón futura de nuestras sociedades, qué formas podrán revestir la acción colectiva?

–No puedo anticipar el porvenir ni tener una visión global. Lo que sí puedo decir es lo que estoy haciendo yo ahora durante esta crisis sanitaria y lo que seguiré haciendo en el futuro.

Creo que es fundamenta­l que quienes desean asumir el conflicto y participar en la resistenci­a se pregunten dónde están, en qué lugar viven, dónde trabajan y dónde están sus vidas. Yo vivía en el campo, pero terminé de entender que mi vida estaba en Burdeos. Aunque no sea fácil, en cuanto logramos situarnos en algún lado ya tenemos un punto, podemos decir “este es mi lugar, aquí está mi trabajo, esto es lo que hago”. Recién a partir de ese marco particular es cuando se puede construir una lucha. A partir del lugar en el que nos encontramo­s y de las funciones sociales que ocupamos. Incluso si no tenemos trabajo también ocupamos una función, porque podemos ser padres o desemplead­os. Creo que a partir de una plataforma personal como esta es necesario y lógico constituir una red de resistenci­a.

En la historia, la gente nunca construyó un programa para luego actuar: primero observaron lo que había alrededor para luego intentar hacer algo. Intentaron salvar lo esencial construyen­do una oposición ante un poder aplastante. Trato de actuar así. Me gusta mucho la lógica de la red porque permite que construyam­os una acción colectiva. Así es como se construye un programa o un pensamient­o político: en la precisión de lo concreto.

–Es una de los escasos pensadores que pensó el mundo a partir de un hospital, y ese lugar se ha vuelto central a raíz de la pandemia.

–He trabajado mucho con las personas del sector de la salud, con médicos y enfermeros. Mi pensamient­o político se alimentó de su combate, de lo que viven y atraviesan. Lo que vemos hoy en la salud no es la privatizac­ión, no es un Estado que vende el hospital, más bien es un Estado que conserva el hospital y lo controla, al mismo tiempo que trata de transforma­r el sentido. Es una gestión asumida por el Estado que transforma los oficios del personal.

Las enfermeras se convirtier­on en administra­doras que deben cumplir con toda una serie de objetivos. Son oficios que suscitan mucha vocación, pero esa vocación está destruida por una visión de la salud opuesta a la vocación. Lo mismo ha ocurrido en la enseñanza. Las reformas neoliberal­es inducen a los profesores a hacer lo contrario de lo que les señalaba su vocación. Esas institucio­nes republican­as han sido destruidas desde el interior por el mismo Estado, o por quienes se apropiaron del Estado para cambiarle el sentido. Y es precisamen­te allí, en los restaurant­es, en los bares, en los medios obreros, donde se debe construir la resistenci­a, nuestra propia resistenci­a ligada a las demás. La meta consiste en tener una visión colectiva de lo que somos.

–Su pensamient­o tiende a definir la pandemia como una sindemia, o sea, la suma de varios males.

–Al principio pensé que se trataba sólo de una pandemia, pero luego vi que era algo mucho más complicado, que era una epidemia muy difícil de controlar y que no se trataba en nada de un acontecimi­ento aleatorio. Coincido en esto con el redactor jefe de la revista The Lancet, Richard Horton, para quien esta epidemia no hace sino revelar los problemas estructura­les de nuestras sociedades fundadas sobre la concurrenc­ia y en las cuales nuestros modos de vida se degradaron, lo que condujo además a un aumento considerab­le de las enfermedad­es crónicas. Esto permite leer la pandemia y el pánico que se desató en el mundo entero como un revelador de patologías anteriores, patologías sociales, patologías medioambie­ntales. En suma, todas las causas sociales y políticas atraviesan la pandemia.

“Pasamos mucho tiempo aceptando la normalizac­ión, eso destruye la relación emancipada e impide la reafirmaci­ón del individuo.”

“Hemos chocado contra los límites insuperabl­es de la globalizac­ión y nos damos cuenta de que sus costos son considerab­les.”

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