Arte contra la violencia
El golpe de la cucaracha, novela gráfica de Gato Fernández El relato está basado en la denuncia por abuso que la autora le hizo a su propio padre. Imaginación y fantasía como refugios posibles ante el horror y la indefensión.
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El golpe de la cucaracha es una de las novelas gráficas más anticipadas del último tiempo. A su autora, Gato Fernández, le tomó una década de producción a lo largo de la cual fueron apareciendo aquí y allá pequeños fragmentos (incluyendo un capítulo en la antología Dis-Tinta, publicada por Random House Mondadori). En la Argentina la iba a publicar originalmente Hotel de las Ideas, pero finalmente vio la luz por Historieteca Editorial, que así además profundiza una línea de relatos más comprometida con temas sociales (en producción, por ejemplo, figura otra novela gráfica sobre la última dictadura militar). En este caso, el nudo del relato es el abuso sexual intrafamiliar y la compleja trama social de silencios y complicidades que lo envuelve.
Lo notable del caso es que el relato está basado en la denuncia por abuso que Fernández hizo a su propio padre –sobreseído por la justicia, cuenta en el prólogo–, lo cual no hace sino agregarle dramatismo al asunto y refuerza el sentido del título: en francés “le coup de cafard” es la expresión que se utiliza para la depresión profunda y que también representa la inefable sensación de asco que incontables personas en todo el mundo tienen al lidiar con esta plaga.
Otro aspecto que realza el dramatismo del
Brevísimo (menos de 40 páginas) y casi sin diálogo, Galgo se lee en un suspiro, pero en esa brevedad alcanza para confirmar que su autor es una de las jóvenes figuras a seguir en la historieta argentina. Pone sobre la mesa buenos recursos gráficos y ese preciosismo no obstaculiza lo que cuenta: una serie de crímenes en torno a los galgos. Pastore entremezcla distintas variantes del terror y gracias a su estilo de dibujo sale airoso de los ajustes de sintonía que requieren esos pasajes. relato es que evita cuanto puede el tono sentencioso. En todo el relato hay una sombra ominosa, aún antes de que las páginas muestren el primer abuso consumado, pero Fernán
Barrón hace una pirueta narrativa astuta y lleva al lector a los años mozos de Dago, lejos de los conflictos de alta alcurnia en los que suele inmiscuirselo. Así evita la comparación directa de su pluma con la del creador Robin Wood, pero también del trazo de Caliva con sus antecesores: el rostro juvenil de Dago pide un trazo bien distinto al del veterano. Aunque los fans añoren los tiempos de Wood, saben que al menos hay un recambio para que su héroe siga viviendo aventuras. dez da lugar a momentos de luz para su yo protagonista: el refugio en la madre y en el hermano, los juegos con alguna amiguita de infancia. Este contraste hace aún más terribles las escenas de violencia: ver los juegos de los niños interrumpidos por los gritos e insultos de los adultos es brutal en el trazo sentido de la autora. Del mismo modo, es terrible encontrarse a una abuela que pasa del cariño por su nieta a decirle que su madre “es una negra de mierda” y “una hija de puta que no tenés que querer”.
Por lo demás, la violencia es una presencia constante en la vida de la protagonista, que no deja de registrar eso y sublimarlo a su modo. Ese elemento en lo narrativo contrasta con el estilo gráfico algo semi-funny de la autora: tranquilamente podría narrar con él una aventura fantástica a partir de los personajes que imagina la protagonista, pero la potencia del relato en buena medida se afinca en ese contraste entre la candidez infantil del dibujo y la brutalidad circundante.
También allí está la ventana de esperanza que ofrece la historia, con la imaginación y la fantasía como refugios posibles ante el horror, como un escape ante la violencia frente a la cual una niña está indefensa. Porque, como le advierte su hermano: las cucarachas están en todos lados.
Pedro Mancini tuvo una época de enorme producción en torno al 2014. Luego sus libros se espaciaron y la llegada de Niño Oruga presenta a un autor que no renuncia a su imaginería, pero que muestra más madurez narrativa y que no acumula recursos sobre la página porque sí. Además, propone una historia con espesor genuino que oficia tanto de homenaje a su abuelo como de reconocimiento tácito a su camino como historietista. Un trasfondo sobre el peso del ego demiúrgico marca el relato. ¡Corré, Wachín! es el curioso caso en que una historieta pone los recursos de la autobiografía al servicio de un perro. Porque aunque haya humanos que cuidan de Wachín, lo cierto es que el salchicha es el centro de todo, aun cuando se cuentan los sentimientos de sus “amos”. Segunda edición de las peripecias del perrito, esta versión ampliada completa algunos baches de la primera, pero en lo sustancial no agrega vuelta de tuerca. Sólo algunas páginas que seguro agradecerán sus seguidores.