Pagina 12

“En EE.UU. hay una falta de conciencia histórica y crítica abrumadora”

La mirada del sociólogo Silvio Waisbord sobre Estados Unidos: sus mitos, dicotomías y paradojas

- Por Bárbara Schijman y Natalia Aruguete

Es profesor de la Escuela de Medios y Asuntos Públicos en la Universida­d George Washington. En su último trabajo, analiza en profundida­d las particular­idades de la sociedad norteameri­cana.

A esta altura de su vida, Silvio Waisbord ha vivido más años en Estados Unidos que en Argentina, cuando partió como lo hace medio millón de personas que ingresan todos los años a estudiar en las universida­des norteameri­canas. Décadas después se decidió a escribir sobre Estados Unidos; sus mitos, dicotomías y paradojas quedaron plasmados en “El imperio de la utopía: mitos y realidades de la sociedad estadounid­ense”. Claro está, su experticia en el estudio de los medios y del rol del periodismo nunca está ausentes de sus reflexione­s; pero esta vez, en esta charla con PáginaI12, se involucra, relata y discute con lo que ha devenido –según su percepción y experienci­a– la sociedad norteameri­cana actual.

–Uno de los grandes temas que aborda en el libro se relaciona con el optimismo. ¿De dónde viene el optimismo americano en relación con el futuro?

–La primera idea tiene que ver con que siempre hay un futuro mejor. En Estados Unidos no hay una mirada pesimista o depresiva frente al porvenir, y eso, en parte, se vincula con una impronta religiosa que eventualme­nte se transforma en utopías seculares. Eso se cristaliza en varias ideas fuerza: el sueño americano es la más conocida. Creo que es una idea muy resistente, incluso hoy, con una sociedad diferente a la de hace veinte o treinta años.

–¿En qué se distingue la sociedad americana hoy?

–Es mucho más tribal, más polarizada. Sin embargo, permanece la idea de que la sociedad siempre es superable. Esta es una idea convencion­al tanto de la derecha como de la izquierda. De alguna manera, la identidad se relaciona con esta idea de la superación; la norteameri­cana es una sociedad muy resistente a entender que el presente –que es el futuro de ayer– no es tan venturoso como se preveía. Esto aparece en el discurso político, en el discurso corporativ­o, el discurso educaciona­l y el de la autoayuda. Pero es un optimismo fundamenta­lmente individual­ista; la superación es más individual que colectiva en el sentido de que uno es el artífice de ese futuro mejor, que no es producto de la acción colectiva, del gobierno o de las institucio­nes, sino de una sociedad abierta y de oportunida­des donde uno tiene que procurarse. Y creo que a pesar del pesimismo que Donald Trump encarnó, desde el discurso de una sociedad doblegada, dividida o violenta, inscripta en la extrema derecha de hoy, ése era un discurso fundamenta­lmente optimista.

–¿Cómo se expresa esta dicotomía entre lo individual y lo colectivo en el marco de la pandemia? Más concretame­nte, ¿cómo se posicionó la sociedad frente a la covid-19?

–Esa dicotomía entre derechos individual­es y solución colectiva a un problema colectivo como es la pandemia no solo aparece en Estados Unidos, sino en muchos otros lados, como Europa o América Latina. En Estados Unidos, se trata de una tensión histórica, una sociedad legal y políticame­nte construida alrededor de los derechos individual­es, frente a un Estado que se concibe como enemigo o sospechoso. Al mismo tiempo, hay una idea comunitari­a que no se condice con lo colectivo en el sentido sociológic­o de la palabra, sino como un hecho local, como una comunidad homogénea. Hay una tensión constante entre esa fuerza del derecho individual y el bien común como resultado de lo comunitari­o.

–¿Cómo experiment­ó la pandemia esa sociedad que usted describe?

–La pandemia es un problema de acción colectiva y de un contrato social, que se distingue de la acción comunitari­a a nivel local como apoyo, sustento o socorro. Estados Unidos siempre tuvo grandes bolsillos de oposición a la articulaci­ón de un bien público producido colectivam­ente, especialme­nte desde el gobierno federal. El enfoque comunitari­o, tal como lo vemos en las iglesias o en las comunidade­s étnicas es un discurso no tanto antipolíti­co como apolítico. Eso nos vuelve a la idea de identidad basada en valores religiosos o barriales; así concebida, la comunidad no es vista como un actor político sino como una comunidad natural. En un Estados Unidos multicultu­ral, lo comunitari­o sigue siendo una idea fuerza –se habla de la comunidad gay, de la comunidad afroameric­ana, de comunidade­s asentadas en la filantropí­a y la beneficenc­ia.

–¿Cómo se juega lo colectivo en el nivel local en este proceso de polarizaci­ón construida alrededor de realineami­entos de múltiples dimensione­s que llevan a esa homogeneid­ad comunitari­a que usted refiere?

–Para resolver la pandemia se necesita una ingeniería social de Estado, un Estado de bienestar u otra forma de articulaci­ón estatal. En la derecha, eso se vincula con el discurso militar, geopolític­o y con el poder imperial de Estados Unidos y no mucho más. Para la derecha de este país, el gobierno federal es un ejército y recipiente de impuestos. Al mismo tiempo, hay mucho rechazo hacia ese Estado como fuente de protección social. Los demócratas siempre han endosado un Estado mucho más activo en varios sentidos y la coyuntura actual (con el gobierno de Joe Biden) muestra justamente ese retorno a un Estado federal como esencial para la resolución de la pandemia como problema colectivo.

–En su libro se habla del optimismo que, en Estados Unidos, parece convivir con otro eje vertebrado­r: la violencia.

–La cuestión es si uno entiende que la violencia es un hecho natural y, entonces, lo que hay que explicar es la paz y no la violencia. Estados Unidos es un país violento desde antes de ser país independie­nte. Por eso, cuando hablamos de las armas como problema social, en realidad, hablamos de un país violento, construido sobre la violencia y a través de la violencia. La violencia es multifacét­ica, por eso hablo de mitos y de realidades. La violencia en Estados Unidos es estructura­l hacia dentro y hacia fuera; a la violencia desde el Estado federal en la expansión geopolític­a, se suma la violencia racial, el patrullaje de la frontera hecha históricam­ente por vigilantes ciudadanos. El problema de las armas es, en realidad, la expresión de un problema mucho más agudo. Y la relación con el optimismo tiene que ver con la idea de que la mejor forma de garantizar la paz y el bienestar es armándose hasta los dientes. Esta es una sociedad convertida en pacífica o segura para ciertos públicos a través de la violencia. La presunta seguridad se construye sobre la violencia, no solo de las armas, sino de todo un sistema social desigual, lo cual se suma al poder político del lobby de las armas, especialme­nte de la mano de los republican­os.

–¿Cómo se conjuga la disminució­n en las tasas del delito con el discurso creciente de la insegurida­d ciudadana?

–Se ha creado todo un aparato que tiene vida propia, un aparato judicial, un sistema de cárceles privatizad­o, la estructura de “policiamie­nto” a nivel local –es decir, la policía local– está pagada por las comunidade­s. Una vez que se crea un sistema institucio­nal, que su negocio es el control de cualquier tipo de violencia con violencia, es muy difícil desarticul­ar eso de manera justa. El sistema vive del mayor ingreso de gente al sistema judicial y al sistema carcelario. Desarticul­ar eso cuando no es un problema centraliza­do en el gobierno federal es mucho más complicado, precisamen­te por la enorme autonomía que tiene el funcionami­ento de este sistema a nivel local, un sistema profundame­nte violento en nombre del “control de la violencia racial”.

–¿Cómo se configura, o reconfigur­a, la violencia cuando se instala en la agenda con el movimiento Black Lives Matter?

–Lo que el movimiento pone sobre la mesa es justamente la dificultad del mainstream de esta sociedad para confrontar esa violencia. Black Lives Matter es un movimiento político que se ha focalizado en esto y es más inorgánico que los movimiento­s tradiciona­les. Y por ello puede surgir a nivel local, en una ciudad o un pueblo, donde se da una confluenci­a de estas situacione­s: documentac­ión, evidencia y gente que se moviliza. Esto se articula en la idea de desfinanci­ar a la policía.

–¿En qué medida los mitos pueden ser una manera de sostener estas violencias, a veces ocultas?

–El propósito del mito es ocultar, contar historias parciales o falsas sobre una realidad. El mito es como la construcci­ón de las identidade­s: espejos que nos hacen ver mejor de lo que realmente somos. Y este país sigue empecinado en pensarse como un país pacífico, que trae libertad y democracia alrededor del mundo, que trajo civilizaci­ón a los pueblos que ha conquistad­o desde el 1600. Si uno mira el uso de esos

mitos hacia fuera todavía le cuesta a esta sociedad entender que haya utilizado ese discurso de optimismo sobre valores humanitari­os para cometer actos que son exactament­e lo opuesto de lo que se dice. En Estados Unidos hay una falta de conciencia histórica y de conciencia crítica abrumadora. Tenés que apartarte mucho del mainstream de este país para entender la aplicación de esos mitos en el sostenimie­nto de un poder geopolític­o de ciento cincuenta años. –En estas paradojas que menciona, ¿cómo convive políticame­nte la dicotomía entre cientifici­smo e irracional­ismo, en particular consideran­do la proporción de ciudadanos norteameri­canos que se resisten a vacunarse? “En esta sociedad hay corrientes irracional­istas y anticientí­ficas profundas y legitimada­s. La pandemia reflota justamente eso.” –En esta sociedad hay corrientes irracional­istas y anticientí­ficas profundas y legitimada­s. La pandemia reflota justamente eso. El gobierno de Trump, al principio, trató de reclutar a la tecnocraci­a científica y tecnológic­a para enfrentar la pandemia. Cuando la pandemia se salió de lo que se preveía era su cauce inicial, en parte por la inoperanci­a propia del gobierno, se echó mano al irracional­ismo y al discurso anticientí­fico para movilizar a la propia tropa mediante teorías conspirati­vas. Si a eso se le suma la exacerbaci­ón de los derechos individual­es sobre los derechos colectivos, hay una combinació­n bastante peligrosa. Un discurso libertario con un discurso anticientí­fico muy fuerte, especialme­nte de la ciencia oficial que es vista como una conspiraci­ón. Entonces, te enfrentás con esa situación: por una parte, un retorno a esta idea del Estado tecnocráti­co, donde la ciencia es parte de esa tecnocraci­a y, al mismo tiempo, un tercio de este país que abraza ideas profundame­nte anticientí­ficas, antigobier­no, antisociet­arias, y donde no hay ningún tipo de contrato de solidarida­d frente a otros.

–En este marco, ¿cómo explica que Estados Unidos tenga más vacunas que gente que se quiera vacunar?

–Esa paradoja es solamente explicable por estas dos razones. Cuando ponés la tecnocraci­a a trabajar funciona de una forma relativame­nte eficiente para estándares globales, pero tiene un techo en la medida en que la pandemia a nivel nacional no se puede resolver sin una inmunidad comunitari­a bastante alta. Sobre todo porque hay niveles muy fuertes de desconfian­za frente a la ciencia, el gobierno, los demócratas. Cuando se le pregunta a la gente por qué desconfía de la vacuna, la respuesta es profundame­nte irracional y se mezcla con una fuerte identidad política, en la medida en que tienden a ser conservado­res con creencias religiosas profundame­nte anticientí­ficas y libertaria­s. Allí se ve ese combo explosivo del 30% de este país –la base del trumpismo– pero que no es anticienci­a en general.

–¿En qué sentido lo dice?

–No son anticienci­a al momento de poner la exploració­n en Marte, por ejemplo, o desarrollo tecnológic­o en varias áreas. Del otro lado, hay una posición que sostiene que la ciencia es esencial y necesaria para resolver grandes problemas globales, desde la crisis del medio ambiente hasta la diversific­ación de fuentes de energía. En cambio, la reacción y desconfian­za hacia las ciencias médicas se vincula con la guerra cultural en curso en este país durante décadas.

–En uno de sus trabajos expresa desacuerdo con atribuir la polarizaci­ón solo a fenómenos comunicaci­onales. Entonces, ¿cómo se explican estas dimensione­s de la polarizaci­ón en el sentido en que usted las plantea?

–Yo lo plantearía como una mirada bifocal. Hay corrientes sociales que preparan las condicione­s para ciertos proyectos o movimiento­s políticos. Pero para que se conviertan en movimiento­s políticos se necesitan otros ingredient­es, no es solamente un descalabro socioeconó­mico o la instalació­n de ciertas creencias sobre la ciencia. Se necesitan elites políticas, un componente no menor de demagogia, una cierta coyuntura política... Es decir, es un proceso más político que social. La polarizaci­ón, en realidad, se viene incubando en este país desde hace décadas.

–¿En qué período ubicaría esa incubación de la polarizaci­ón norteameri­cana?

–Hacia fines de los ’60, cuando empiezan a surgir ideas tales como: “me están cambiando el país”, “hay gente que no se parece a mí”. Estos son procesos sociológic­os del último medio siglo que se suman a cambios culturales fuertísimo­s, tales como el reconocimi­ento de los derechos civiles de ciudadanos afroameric­anos en la década del ’60, el matrimonio igualitari­o, la creciente discusión sobre temas de género y sexualidad, cambios progresivo­s en la política inmigrator­ia que modificaro­n profundame­nte al país. En esta última década, se da el surgimient­o de una figura tan peculiar y tan única como Trump; no es fácil encontrar figuras que catalicen esto. A ello se suma la tecnología, que hace posible eludir a los grandes medios como filtradore­s de lo que se cuenta como realidad.

–¿Cuál es la contribuci­ón de las redes sociales a esta polarizaci­ón?

–Los medios son necesarios, pero no son definitori­os. Soy muy reacio a adscribir fenómenos sociales y políticos puramente a la tecnología. Hubo una tendencia a dar explicacio­nes basadas en la tecnología y a no entender que se trata de procesos más amplios. Dada la coincidenc­ia temporal, hay una tentación a explicar que la polarizaci­ón se debe a lo digital. Pero eso puede ser engañoso. Además, no toda polarizaci­ón es similar en diferentes países. Por ejemplo, el caso argentino me sigue sorprendie­ndo.

–¿Qué le sorprende?

–Que a pesar de haber un discurso libertario, opuesto al discurso basado en la salud pública y el bien colectivo, no haya un discurso anticientí­fico tan fuerte como sí lo vemos en el mainstre

am de aquí. En términos analíticos, creo que es una diferencia importante para entender el lugar que tiene la ciencia en una sociedad y, además, si la ciencia ocupa un lugar indisputab­le más allá de la coyuntura específica. Acá, parte de la guerra cultural es una guerra contra la ciencia, contra la genética, contra la salud pública.

–¿Cuán importante es el rol de las redes en la multiplica­ción y el fortalecim­iento de los mitos?

–Hay dos dimensione­s cuando hablamos de mitos. Una es la desinforma­ción, que lleva a la creencia en el mito. Pero también tiene otras funciones, como la de dar una visión mentirosa de lo que ocurre. La facilidad de acceso a la informació­n hace que uno pueda encontrar informació­n que encaje casi con cualquier idea. Creo que las plataforma­s sociales son responsabl­es en esto, pero también sería informació­n accesible en otras plataforma­s de internet. Las redes sociales, e internet en general, dan la posibilida­d de recortar la realidad a la medida de uno mismo, pero no son la causa, sino el reflejo de tendencias sociales conocidas, como la confirmaci­ón de conviccion­es existentes y la demonizaci­ón de otros en contextos de polarizaci­ón política.

“Este país sigue empecinado en pensarse como un país pacífico, que trae libertad y democracia alrededor del mundo.”

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“La presunta seguridad se construye sobre la violencia, no sólo de las armas, sino de todo un sistema social desigual.”
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