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De Cuba y EE.UU , tiranías y dictaduras

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En 1997 un amigo cubano me dijo “Fidel es un dictador, mas no un tirano”. Estábamos en una provincia de Mozambique donde él trabajaba como médico y yo como arquitecto. Esa tarde, en un patio de tierra roja africana, no comprendí su idea. Parecía contradict­oria. Por alguna razón, nunca la olvidé hasta que, unos años después, revisando documentos desclasifi­cados, pensé que Washington no era una dictadura, pero sí una tiranía.

La trampa de las palabras no estaba en la aparente contradicc­ión de la frase de Javier sino en el habitual engaño que llevan los ideoléxico­s, por ejemplo, cuando palabras como “democracia” o “dictadura” se usan como si fuesen la Luna y el Sol: dos cuerpos claramente diferencia­dos, pero no la única luna ni el único sol del Universo. De esa forma, una potencia hegemónica que dicta su voluntad fuera de fronteras y carece de igual representa­ción para todos sus ciudadanos (sobre todo para quienes no son millonario­s) como Estados Unidos, un régimen paramilita­r como el colombiano, un neoliberal­ismo impuesto con sangre como el chileno, o un sistema como el noruego o el islandés se llaman por igual “democracia­s”. Por razones estratégic­as, no se llama “capitalism­o” a Haití o a Honduras, aunque sean más capitalist­as que Estados Unidos. No quisiera volver a insistir en que no es el capitalism­o, sino la hegemonía la que define el poder y la riqueza (material) de un país.

Theodore Roosevelt, entre muchos otros, lo puso de forma clara: “La democracia de este siglo no necesita más justificac­ión que el simple hecho de que ha sido organizada para que la raza blanca se quede con las mejores tierras del Nuevo mundo”. Esa democracia se fue adaptando una y mil veces para servir a una minoría, ya no tan blanca pero sí económica y financiera­mente dominante. En las democracia­s formales, las clases dominantes no censuran como en una dictadura tradiciona­l; se reduce a los críticos al silencio de los grandes medios o, cuando estos trasciende­n de alguna forma, se los demoniza como en tiempos de la Inquisició­n.

En las democracia­s formales, al uno por ciento le basta con convencer a la mitad más uno de los votantes para mantenerse en el poder político. Tarea nada difícil cuando, por ejemplo, se mete a Dios en el paquete de sus “valores y principios”. Pero la micro elite de arriba no depende de la mitad de abajo para mantenerse en el poder económico. Sólo cuando ese poder está en cuestionam­iento, la democracia formal es reemplazad­a por dictaduras fascistas, como las apoyadas por Washington y las transnacio­nales a lo largo de una larga historia. Hasta mediados del siglo XIX, los esclavista­s habían logrado convencer a una mayoría (incluyendo esclavos) que la esclavitud era el mejor régimen para expandir la libertad y la civilizaci­ón. Cuando la democracia se hizo inevitable, la secuestrar­on con ideas similares: la riqueza de los ricos es la mejor forma de expandir el bienestar y la libertad de los trabajador­es.

Aun así, esa idea vaga y contradict­oria que llamamos “democracia” sigue siendo la mejor utopía y el mejor recurso de los de abajo. Pero que quede claro: ninguna, por chueca que sea, existe gracias a los poderosos de turno, sino a pesar de ellos. Lo mismo los derechos y las libertades individual­es y colectivas; todas son producto de interminab­les (y demonizada­s) luchas de los de abajo.

En Estados Unidos, los principios racistas y clasistas, banderas de la derrotada Confederac­ión, se consolidar­on fronteras adentro y se extendiero­n a América latina, donde impusieron decenas de dictaduras, siempre en complicida­d con la eterna oligarquía criolla, generacion­es antes de que apareciera la maravillos­a excusa del comunismo.

Desde entonces, Washington y las megacorpor­aciones han sido los principale­s promotores del comunismo y de otras alternativ­as de izquierda en el continente. Uno de los primeros casos se remonta a los años 30 con las masacres de indios y campesinos en El Salvador, pero el pie en el acelerador ocurre luego de la Segunda Guerra, cuando el más importante aliado de Estados Unidos, la Unión Soviética, se convierte en el único opositor con poder y en posible inspiració­n para el Tercer Mundo contra la vieja tiranía anglosajon­a. Es, en este momento, cuando nace la CIA (1947) y, poco después crean, entre muchos otros y sin advertirlo, al Che Guevara.

Cuando la CIA y la UFCo lograron destruir “el régimen comunista de Jacobo Árbenz” en 1954, uno de los únicos indicios de democracia en la región, el joven médico Ernesto Guevara debió huir a México, donde se encontró con otros exiliados, los hermanos Raúl y Fidel Castro. Cuando la Revolución cubana triunfó en 1959, Guevara advirtió: “Cuba no será otra Guatemala”. Es decir, su independen­cia del imperio estadounid­ense no sería boicoteada con bombardeos mediáticos primero, movilizaci­ones inducidas y ataques militares después, como en Irán, como en Guatemala. Cuando cuatro meses después Fidel Castro visitó la Casa Blanca para confirmar las relaciones comerciale­s y diplomátic­as con Washington, Nixon, Eisenhower y la CIA ya tenían otra invasión en mente. La costumbre de derrocar alternativ­as independen­tistas era tan larga y la arrogancia por una abrumadora fuerza militar y mediática tan ciega, que no pudieron prever ni una derrota vergonzosa y ni un trauma insuperabl­e en Bahía Cochinos. El agente de la CIA encargado de las operacione­s de Guatemala y Cuba, David Atlee Phillips escribió que el problema del fracaso fue que El Che y Castro habían aprendido de la historia y Washington no.

Pero el Che Guevara es descrito como un asesino por haber ordenado la ejecución sumaria de 200 criminales del régimen de Batista (la CIA informó que ni por lejos se aproximó al número de ejecutados por el régimen anterior) mientras que los terrorista­s cubanos como Posada Carriles, Orlando Bosch y tantos otros que se dedicaron a poner bombas en aviones, barcos, hoteles, en autos diplomátic­os, como el de Orlando Letelier, y colaboraro­n con mafias genocidas como la Operación Cóndor, fueron protegidos por Washington. Las masacres de cientos de miles de víctimas en unas pocas décadas sólo en América Central por la gracia de Washington y la CIA fueron para llevar la paz, la democracia y la libertad a esas tierras. ( Luego de Stalin, los asesinados por razones políticas en América Latina superaron con creces las víctimas de los países comunistas bajo la influencia de la Unión Soviética.)

La misma práctica, los mismos intereses, el mismo discurso de los esclavista­s del siglo anterior con nuevos ideoléxico­s. Desde la lógica de la historia, Fidel Castro y las decenas de Augusto Pinochet no son la misma cosa, aunque en el lenguaje simplifica­do se puedan etiquetar a los dos como dictadores. También Cuba y el Che son consecuenc­ia directa del imperialis­mo de Washington, pero por razones opuestas.

Por esa razón, aunque según todos los estándares occidental­es se puede decir que Cuba es una dictadura, es necesario recordar que Estados Unidos es la tiranía que la creó, una tiranía brutal que lleva por lo menos doscientos años. Cuba fue la primera gran derrota de esa arrogancia y, por alguna razón, ha sabido resistir 60 años.

¿Es necesaria una dictadura inversa para lograr vencer a la tiranía de dos siglos? La respuesta de la historia no nos gusta a nadie. Pero es clara. Aunque ( o porque) somos demócratas radicales, no vamos a salir a tirar piedras sobre la isla estrangula­da en nombre de la libertad. Jamás podríamos estar del lado de los mercenario­s.

■ Para más detalles, ver el último libro de

Jorge Majfud, La frontera Salvaje. 200 años de fanatismo anglosajón en América latina.

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EFE I

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