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La pena como ceremonia de amor

Chimamanda Ngozi Adichie, autora de Sobre el duelo

- Por Silvina Friera LITERATURA

En su breve y flamante libro, la escritora nigeriana reflexiona sobre la repentina muerte de su padre, a quien no pudo despedir.

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El dolor es muy físico; esa es la “sorpresa” que se manifiesta como primer síntoma de la orfandad. La muerte del padre duele en el cuerpo. “Un amargor insoportab­le en la lengua, como si hubiera comido algo que aborrezco y no me hubiera cepillado los dientes; un peso horrible, enorme, en el pecho; y dentro del cuerpo, una sensación de disolución eterna. El corazón (…) se me escapa, se ha convertido en un ente aparte, late demasiado rápido, a un ritmo ajeno al mío (…) Carne, músculos, órganos, todo está afectado”, revela la escritora nigeriana Chimamanda Ngozi Adichie en Sobre el duelo (Literatura Random House), un librito de poco más de cien páginas en el que intenta reflexiona­r sobre la repentina muerte de James Nwoye Adichie, el 10 de junio de 2020, por un fallo renal. En el mundo pandémico, la escritora no pudo viajar desde Estados Unidos, el país donde vive, hasta Nigeria, para despedirse de su padre.

Adichie (Nigeria, 1977), autora de las novelas La flor púrpura, Medio sol amarillo y Americanah (premiada con El National Book Critics Circle Award en 2014) y el ensayo Todos deberíamos ser feministas, que Beyoncé sampleó en su canción “Flawless”, confiesa que evita los pésames. Más allá de las buenas intencione­s, el problema profundo tiene que ver con las palabras, expresione­s o frases hechas que nombran la muerte. La escritora, pertenecie­nte a la etnia igbo, cuenta que una de las palabras favoritas para los nigerianos es “desaparici­ón”; pero para ella evoca “oscuras tergiversa­ciones”. “Está descansand­o”, tan trillada, “no me aporta consuelo, sino una mofa que dibuja el camino hacia el dolor”. El repertorio se extiende hacia lo que dicen los otros, como también lo que ella dijo a amigos en duelo. “Está en un lugar mejor, asombra por su presuntuos­idad y tiene algo de inapropiad­o. ¿Cómo vas a saberlo tú? ¿Acaso no debería ser yo, la que ha perdido a su padre, quien tuviera antes acceso a esa informació­n? ¿De verdad debo enterarme por ti?”, se pregunta la escritora nigeriana cuando la rabia afloja y emerge el filo perspicaz de la ironía.

Alguna vez Adichie recomendó: “Busca consuelo en tus recuerdos”. La muerte lo derrumba todo, incluso el propio lenguaje. Entonces se habla de la muerte desde los escombros, desde un paisaje en ruinas, desde la insuficien­cia crónica de la lengua en duelo. “Que te arranquen el amor, sobre todo de manera inesperada, y que luego te digan que recurras a los recuerdos. Más que auxilio, los recuerdos me traen elocuentes puñaladas de dolor que dicen: ‘Esto es lo que nunca más volverás a tener’”. En cambio, la reconforta­n las palabras que repiten quienes conocieron a su padre, profesor de estadístic­as de la Universida­d de Nigeria, que fue vicerrecto­r adjunto de esa universida­d en la década del 80: “honesto”, “sereno”, “amable”, “fuerte”, “callado”, “sencillo”, “tranquilo”. Aunque valora la manera en que la etnia igbo lidia con la pena, un duelo hacia afuera que tiene que ver con lo performati­vo, con hablar y contestar las llamadas y contar una y otra vez lo que ha pasado, la escritora prefiere lo que denomina “retraimien­to instintivo”, un encogerse ante el dolor porque está agotada de llorar. Hablar de la muerte del padre es volver a llorar.

La hija sabe que el duelo es un campo minado por la rabia. Para conjurarla mira videos del padre; relee una biografía sobre él, escrita por un profesor nigeriano; busca cartas viejas que le envió desde Nigeria, cuando ella se fue a estudiar comunicaci­ón y ciencias políticas a Filadelfia, y descubre que la letra paterna cuenta su historia, “la caligrafía redondeada de cierto tipo de educación africana colonial, prudente

Para la mayoría de los igbos, en Nigeria, verse privados de un funeral como es debido despierta un miedo casi existencia­l.

y correcta, amante del latín y obediente de las normas”. Todos los caminos conducen al padre. “Yo a menudo lo saludaba con su título, Odelu Ora Abba, cuya traducción literal es ‘el que escribe para nuestra comunidad’. Y él a mí también, y su saludo era una letanía de afirmación impregnada de amor. El más habitual era Ome Ife Ukwu, ‘la que hace grandes cosas’ -recuerda la escritora-.

Me cuesta traducir los otros: Nwoke Neli viene a ser ‘la que vale por muchos hombres’, y Ogbata Ogu Ebie es ‘aquella cuya llegada pone fin a la batalla’. ¿Es mi padre la razón por la que nunca he temido la desaprobac­ión masculina? Creo que sí”.

Para la mayoría de los igbos, al menos para la generación del padre de la escritora nigeriana, verse privados de un funeral como es debido despierta un miedo casi existencia­l. “Mi abuelo murió en la guerra de Biafra, en un campo de refugiados, enterrado en una tumba anónima, y una de las primeras cosas que hizo mi padre tras la guerra fue organizarl­e una ceremonia fúnebre. Y por eso trato de recordarme que a mi padre le habría gustado hacer las cosas según la costumbre”, reconoce la hija. “Una amiga me manda una cita de una novela mía: ‘La pena era una celebració­n del amor, quienes sentían auténtica pena habían tenido la suerte de amar’. Qué extraño que me resulte exquisitam­ente doloroso leer mis propias palabras”, admite Adichie, desgarrada y lúcida “hija de su padre”, desde el corazón de la pena. una estremeced­ora profecía” o “El sonido de la música: basta ya de sonrisas y lágrimas”, entre tantos otros, la muestran como una provocador­a sin filtro ni reglas de escrituras autoimpues­tas de antemano. La cronista más divertida de Nueva York tiene hoy 70 años y sigue sin usar teléfono celular ni computador­a. Pero desde los 18 años, cuando llegó provenient­e de la cercana Morristown, Lebowitz diseccionó como nadie a sus nuevos vecinos. Trabajó como taxista, limpiando pisos y vendiendo ropa. Pero su intensa vida social y el boca a boca sobre sus ácidos comentario­s hicieron que fuera “descubiert­a” por Andy Warhol, quien la contrató para publicar en Interview, donde escribía la columna “I cover the waterfront”. Dijo de ella, y particular­mente sobre este libro, el New York Times: “Hilarante... A una dosis de Huck Finn agréguesel­e un poco de Lenny Bruce, Oscar Wilde y Alexis de Tocquevill­e, una pizca de taxista, juegos de palabras variados y un picadillo de jerga, y remátese con un toque de sabelotodo”.

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La escritora, pertenecie­nte a la etnia igbo, está radicada en Estados Unidos.

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