Dos obras clave con foco en la memoria y la historia
Chance,
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Tuve la oportunidad de visitar una de las obras más importantes de la carrera del gran artista fallecido la semana pasada, Christian Boltanski, en la 54º Bienal de Venecia, cuando representó a su país, hace diez años. Su enorme instalación en el pabellón francés, en la zona de los jardines de la Bienal, fue una de las más visitadas y comentadas por el público y la crítica.
Se trataba de una obra que iba marcando ya definitivamente el cariz más teatral y escenográfico del artista, según el cual sus instalaciones podían verse como puestas en escena. Cada vez más sus obras eran escenas montadas para compartir una experiencia con el visitante.
La memoria –una memoria histórica y ética– se combinaba con la variable imponderable del azar, generando una reflexión más ambiciosa y una metáfora más abierta a la interpretación del espectador.
La gigantesca instalación se titulaba Chance y explotaba todos los sentidos, literales y metafóricos del término inglés: azar, posibilidad, suerte, accidente, probabilidad, casualidad; lo impredecible, etc.
Al revés que otros países, que restringían la entrada a unos pocos visitantes por vez y obligaban a hacer largas colas (como era el caso de las muestras oficiales de Gran Bretaña o Estados Unidos), el pabellón francés, con Boltanski, dejaba siempre la puerta abierta y permitía ver el corazón de su propuesta desde afuera: el interés comenzaba a la distancia, cuando el visitante se iba acercando. Pero para apreciar en todas sus dimensiones y sensaciones la obra debía ser recorrida. La exposición veneciana se desarrollaba en cuatro salas: un enorme recinto central en el que una gran estructura tubular dominaba todo el espacio. Allí, en el interior de esa estructura compleja, a través de sistemas electromecánicos, corría una gran película (al modo de una sucesión de fotogramas de gran tamaño) con la imagen de un bebé. Entre los tubos se delizaba en sinfín esa película, como si hubiésemos estado en el interior de un aparato proyector de cine. El ruido era muy fuerte y funcionaba como banda de sonido: machacona, fabril, mecánica, repetitiva. Hasta que en un momento se detenía. Para luego recomenzar.
Al fondo, otra sala más pequeña proyectaba a gran velocidad caras facetadas, dividas al modo de un identikit, que se construye por sectores. Caras de bebés se superponían con caras adultas, de vivos y muertos. En la entrada había un botón para que el visitante detuviera la progresión y quedara conformada una cara por la secuencia azarosa de las fotos. En las salas laterales había dos contadores digitales, de enorme tamaño, uno rojo, otro verde, que marcaba –tal vez- el paso demoledor del tiempo.
“Lo que trato de hacer con mi trabajo –decía Boltanski– es plantear preguntas, hablar de cosas filosóficas, no por historias a través de palabras sino por historias a través de imágenes visuales. Hablo de cosas efectivamente muy simples, comunes a todos. No hablo de cosas complicadas. Lo que intento hacer es que la gente se olvide que es arte y piense que es vida. Para dar esta impresión me sirvo de medios artificiales, del arte; no es la realidad, hago teatro, trato de que el espectador en ese momento olvide que está en un museo”.
La de Boltanski resultó una de las obras más inquietantes de toda la Bienal. 21
Las instalación en la 54ª edición de la Bienal de arte de Venecia.