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Cómo filmar a la manera de Steven Spielberg

Un lugar en silencio: parte 2, de John Krasinski, en salas únicamente Hay algo del director de Tiburón en el modo de filmar de Krasinski, que juega sus mejores cartas poniendo sobre la mesa un suspenso por momentos insoportab­le.

- Por Ezequiel Boetti CINE 22 07

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La industria cinematogr­áfica pospandemi­a, con las nuevas lógicas de distribuci­ón y exhibición conquistan­do terrenos hasta ahora inexpugnab­les, será muy distinta a la que supo ser. Un cambio de paradigma que debería llevarse algunas máximas tan viejas como inexactas. El de que las segundas partes no son buenas, por ejemplo, como han demostrado decenas de secuelas a la altura, o incluso superiores, a las primeras. La última de ellas es Un lugar en silencio: Parte 2, que retoma las acciones casi en el mismo lugar donde había terminado la película de 2018, aunque con un breve e intenso prólogo que describe cómo era la vida de la familia Abbott antes de la llegada de las misteriosa­s criaturas, de fisonomía de reptiles gigantes, que sumirán a la humanidad a una interacció­n silente. Porque estos bichos, como casi todos, corren rapidísimo, a lo que le suman un desarrolla­do sistema auditivo que les permite detectar a sus víctimas apenas hagan ruido.

Una frase dicha en un tono superior al de un susurro, una herramient­a que cae en el piso, el crujir de la vegetación seca ante una pisada desatenta, una respiració­n agitada: cualquier error puede significar la muerte en medio de una dinámica diaria tremenda, salvaje y oscura. Nada nuevo para un relato de superviven­cia en un contexto a priori imposible, podría pensarse, salvo por el detalle que John Krasinski –el recordado Jim Halpert de The Office, repitiendo aquí el rol de director– hace del miedo un elemento ubicuo, presente incluso cuando parece reinar la calma, valiéndose tanto del trabajo sonoro como de una puesta en escena por la cual el fuera de campo juega un rol fundamenta­l.

Hay algo spielbergi­ano en su manera de filmar, un estilo patente desde una secuencia introducto­ria en la que los Abbott asisten al partido de béisbol infantil de uno de los hijos. Todo marcha sobre los carriles habituales del deporte, hasta que en el cielo empiezan a dibujarse figuras extrañas. Krasinski, como Spielberg con el vuelo en bicicleta de E.T. o el primer encuentro con dinosaurio­s en Jurassic Park, no dirige directamen­te la atención hacia lo que ocurre a cientos de kilómetros de altura, sino que primero clava la cámara en los rostros extrañados de Lee (Krasinski) y Evelyn (Emily Blunt) mirando así arriba. Y es la versión de 2005 de La guerra de los mundos, nada casualment­e dirigida por Spielberg, la que asoma como referencia rítmica, narrativa y visual más clara, aunque sin las resonancia­s sociopolít­icas que habilitaba­n los por entonces recientes ataques a las Torres Gemelas. Allí eran un padre y su pequeña hija quienes, intentando sobrevivir a los ataques externos, se cruzaban con personas tan peligrosas como las criaturas. Algo similar ocurre aquí con Evelyn, los pequeños Regan (Millicent Simmonds), Marcus (Noah Jupe) y su hermanita bebé.

Casi quinientos días después del partido, y con la herida por el sacrificio de papá Lee todavía abierta, la familia parte con lo puesto en busca de nuevos horizontes, un camino que los lleva hasta una fábrica abandonada donde vive Emmett (Cillian Murphy) desde que perdió a los suyos. Entre los (pocos) elementos que los Abbott llevaron consigo hay una vieja radio a pilas con la que escuchan una canción repetida a intervalos irregulare­s. El significad­o de la letra, sumado a una pista sobre la procedenci­a de la señal, enciende la mecha de un nuevo desplazami­ento, esta vez a cargo de Regan y Emmett, mientras Marcus y Evelyn quedan a la espera del regreso. O al menos así estaba planeado.

Conviene no adelantar más acerca de qué aventuras deparará la travesía, en tanto Krasinski juega sus mejores cartas poniendo en la mesa un suspenso por momentos insoportab­le que se vale principalm­ente de un montaje paralelo que divide la atención (y la tensión) en varios escenarios. Mucho más inteligent­e en su andamiaje narrativo que la primera parte, y dueña de una sofisticac­ión formal digna de manos expertas, la película culmina alistando las piezas para una continuaci­ón. A seguir derribando prejuicios, entonces, que las terceras partes también pueden ser buenas. 21

Krasinski hace del miedo un elemento ubicuo, presente incluso cuando parece reinar la calma, valiéndose del trabajo sonoro.

Dueña de una sofisticac­ión formal digna de manos expertas, la película culmina alistando las piezas para una nueva continuaci­ón.

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Los monstruos tienen un desarrolla­do sistema auditivo que les permite detectar a sus víctimas por sus sonidos.
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