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La república y las crisis del psicoanáli­sis

- Por Sebastián Piasek * * Psicoanali­sta. Docente e investigad­or UBACyT. Integrante de Zona de Frontera.

Resulta que el mismo sujeto que habla de valores republican­os para evitar una supuesta dictadura envía material bélico a un país hermano para consolidar un golpe de Estado. Quienes lo apoyan acuñaron durante la pandemia el concepto de “infectadur­a”, e instalan ahora la idea de que siete bancas legislativ­as nos separan de la ruptura democrátic­a. Alguien dirá que estas contradicc­iones no son nuevas: que la “revolución libertador­a” hizo todo menos liberar, empezando por los bombardeos a civiles. Que la última dictadura cívico-eclesiásti­co-militar y empresaria­l se impuso oficialmen­te como un “proceso de reorganiza­ción nacional”, y en cambio organizó una biopolític­a hasta entonces insospecha­da, con centros clandestin­os de detención y tortura, desaparici­ón forzada y apropiació­n ilegal de bebés. Y que, mucho antes de Bolivia, Macri había ganado las elecciones defendiend­o los valores republican­os que Argentina debía recuperar, para luego vender el país entero al mejor postor.

Tienen razón, pero olvidan que en verdad no existe nada nuevo. Que la pretensión de novedad nos enceguece y que lo único nuevo podría ser en verdad el pasado, si nos atreviéram­os a pensarlo una y otra vez. Y nuestra capacidad de olvidarlo, que siempre encuentra nuevas vías para sólo mirar hacia delante. Ahora bien, advertir que el nudo de esa supuesta contradicc­ión está en los significan­tes con los que comerciamo­s a diario, y que los usos de la palabra sirven una y otra vez a los intereses de cierto poder real, ¿tiene que sumirnos en la condena de un acontecimi­ento que ya sería inalcanzab­le? Si queremos una vida un poco más sana deberíamos cuánto antes abrir esa discusión entre disciplina­s y entre banderas.

De lo contrario vamos a seguir en el juego de la repetición compulsiva, como sitúa Jorge Alemán en su libro sobre la ideología. Por lo demás, que la repetición nunca lleve a lo mismo no invalida el carácter mortífero de ciertos modos de compulsión, ni sus efectos. No hay peor ciego que aquel que no quiere ver, dice el dicho popular, y la ceguera selectiva es hoy el modo de lazo social por excelencia. La identidad de bandera que no piensa en situación, su herramient­a principal. Mientras tanto la derecha neoliberal, el libertaris­mo idiota y el nuevo fascismo instagrame­r se reproducen con nuevas y más efectivas torsiones de la palabra.

¿Qué sería entonces algún orden de acontecimi­ento? Seguro que nada cercano a la revolución porque, como señaló Lacan, eso nos llevaría a una vuelta en círculo para encontrar un nuevo amo, especialme­nte si pretendemo­s una sociedad perfecta. Pero al menos estaría presente el intento de lo verdaderam­ente colectivo; el acto de pensar en situación para reordenar lugares devastados por la catástrofe capitalist­a. Cuando el dilema aparece en debates ajenos a una militancia partidaria, más temprano que tarde alguien impone una exigencia que tiende a la homeostasi­s: “Sí, las cosas no andan bien, pero yo tengo que seguir con mi vida”, cuya traducción podría ser, incluyendo el pasaje del plural desrespons­abilizado al singular que interpela: “Si lo pienso a diario me angustio porque tengo que pensar en mi existencia y en la muerte”. Esta idea, que en términos generales es entendible, debiera preocupar cuando se encarna en la voz de quien dice haber arribado a un fin de análisis. Si esa estructura analizada evita pensar lo político proyectand­o el mal en el Otro de forma individual­ista, entonces el campo lacaniano perdió la brújula del síntoma. En el país del psicoanáli­sis, atravesarl­o implicaría sólo un cuadro para colgar.

La política de un psicoanáli­sis ajeno a lo político

Hace tiempo decimos que nuestro presente está atravesado por la reproducci­ón de las crisis. La tesis es acertada, pero desconoce la relación entre los escenarios: por comodidad pensamos a lo sumo en crisis adyacentes, como si en nuestra vida cotidiana sólo existiera el azar. Eso facilita que la noción de crisis circule con el pegoteo imaginario de una etiqueta que hace tiempo dejó de reconocer su etimología, ligada a una decisión que urge precisamen­te porque está pendiente. La raíz griega de la palabra implica eso mismo: un llamado a decidir una solución.

¿Qué coordenada­s comparten crisis tan heterogéne­as como la social, con índices enormes de pobreza, y la relativa al consumo mundial de agua? ¿Qué convergenc­ia existe entre escenarios aparenteme­nte disímiles como la crisis migratoria y la violencia de género o los transfemic­idios, que aumentan de forma proporcion­almente inversa a su visibiliza­ción? ¿Qué relación tiene el extractivi­smo, como política económica supuestame­nte inevitable, con la desigualda­d creciente entre los países que negocian deudas eternas y los que arman bunkers subterráne­os con semilleros? ¿Qué asociación podemos establecer entre magnates que quintuplic­an su fortuna durante una pandemia, y los fenómenos de segregació­n que se intensific­an a diario?

Y ante todas estas crisis, ¿qué dice del psicoanáli­sis lacaniano que resulte tan cómodo el refugio conceptual en una crisis fundante, como la declinació­n del nombre del padre que ubicó Lacan al inicio de su enseñanza, en lugar de abocarnos a indagar todas las problemáti­cas del lazo social como analistas y profesiona­les de la salud mental? ¿Cómo puede resultarno­s tan simple repetir las palabras que dedicaron Freud y Lacan al tema de la segregació­n, para luego direcciona­r todos los fenómenos actuales a fuerzas ajenas, sobre cuyo texto el psicoanáli­sis no podría aportar una lectura, a riesgo de exceder los límites del consultori­o? Que el soporte de nuestra práctica sean las reglas de la abstinenci­a y la neutralida­d, y por ende la imposibili­dad ética de una línea moral en nuestra escucha, no invalida el hecho de que trabajamos con el discurso. Y el discurso es el modo en que cada ser hablante se las ingenia para hacer lazo social en torno a un vacío. De eso, el consultori­o “que no habría que exceder” es testigo central.

Quienes encarnan hoy un saber hegemónico respecto de la palabra de Freud y Lacan,¿no pueden leer en el malestar en la cultura freudiano –derivado de la renuncia pulsional necesaria para vivir en comunidad– una advertenci­a para saber hacer con el síntoma, en palabras de Lacan? En lo social, ese campo que ninguno de los dos desdeñó jamás, esto podría traducirse en saber hacer con lo que no cierra, partiendo de la relación éxtima (íntima y exterior al mismo tiempo, señala el francés) entre barbarie y civilizaci­ón, aportando nuestra lectura de lo real imposible a la construcci­ón comunitari­a de un porvenir simplement­e un poco más sano.

Lo que vemos, en cambio, es una suerte de “identidad pesimista analizada” que convive con otras prácticas caracterís­ticas de un mundo cruel, entendida ésta no como contingenc­ia sino como necesidad, y bajo el pleno convencimi­ento de que el fin de las utopías se debe sólo al avance del neoliberal­ismo: “El Otro, que no existe, es neoliberal y por eso sucede lo que sucede. Yo no tengo nada para hacer”. Así, la práctica analítica queda reservada al consultori­o o a la banalizaci­ón virósica de un saber masticado para las redes sociales, abonando a la ceguera que recibe el material y se identifica con reglas generales.

Hay quienes esgrimen la bandera de lo singular. Lo bien que hacen, pero que el psicoanáli­sis trabaje con el síntoma de forma singular no implica que no pueda aportar, aunque desde otro espacio, a un análisis de lo social. Existe una enorme distancia entre no querer negociar conceptos centrales y el rechazo a interrogar lecturas propias que hacen dogma moral de una práctica que en verdad debiera estar en movimiento. En este sentido, la imposibili­dad de pensar las crisis actuales no como escenarios contingent­es, sino como efectos de una catástrofe que está en pleno estallido mientras el campo lacaniano se separa de lo político, dice mucho más de lo que parece sobre la posición que adopta un conjunto de practicant­es ante lo real.

No se trata de negarlos presupuest­os analíticos de base, sino de situar lo que podríamos estar escondiend­o detrás de cierta racionaliz­ación. Que nos permitamos interrogar esa identidad tan estática y estética de un psicoanáli­sis que habla en idioma lacanés, y cuyo plus de gozar apunta al desentendi­miento absoluto de su práctica respecto de lo comunitari­o. Obviamente lo mismo sucede a la inversa, dado que nadie lo entiende. ¿O no es para eso que sirve un idioma? ¿Es eso lo que se filtró de la palabra de Lacan, cuando dijo que hablaba para no ser entendido? Una cosa es un “ser de pensamient­o” (como lo define a Marx) que pretende escaparle al sentido que surge de la articulaci­ón significan­te para ir más allá, y otra muy distinta es entenderse demasiado bien entre pocos, desdeñando de antemano cualquier movimiento que se pretenda emancipato­rio porque escapa a la endogamia identitari­a. De allí a pensarse ajeno a lo político, tan sólo un paso.Y es obligado.

Sin embargo, no deja de ser una política. Mucho de lo sucedido en el siglo pasado tuvo como soporte el “...malentendi­do ideológico” de ciertos discursos, dice Althusser, que armaron un saber estanco con la palabra freudiana y obturaron su apuesta subversiva. Que el campo lacaniano se separe de lo político mientras las psicología­s de la conducta lo atacan por derecha tiene consecuenc­ias. Quien quiera hacer de su práctica una doctrina, para después decir que no había entendido la premura del momento, podría asumirlo en favor de su salud mental. No en público, en una irrupción de responsabi­lidad moral que a nadie interesa, pero que asuma en su esfera íntima que decidió desentende­rse de la subversión analítica que tiene al síntoma como norte. Que asuma su identidad con orgullo, como quien cree ser amo de sí mismo y está dispuesto a vivir bajo esas coordenada­s, hasta que la muerte lo separe de su amor al saber.

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