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Un adiós inesperado

Desde los comienzos con Sempiterno a su última canción solista, Palo buscó en la música el vehículo ideal para su instinto poético. Tenía 56 años, y mucho por hacer aún.

- Por Eduardo Fabregat

Murió a los 56 años Palo Pandolfo. Compositor, cantante, guitarrist­a, poeta, emblema del rock nacional

¿Cómo encontrar palabras para despedir a alguien que construyó universos con ellas? ¿Para despedirlo como correspond­e? ¿Cómo se hace para arrancar la tristeza que se instaló en el alma, que agarrota los dedos que deberían volar sobre el teclado porque hay urgencia periodísti­ca pero uno no quiere escribir de eso, solo quiere recrear tantas noches, tantos antros, tantas canciones compartida­s? ¿Por qué hay que creerlo, hay que decir, escribir, publicar que murió Palo?

La muerte de Palo Pandolfo es otra pincelada negrísima en esta era siniestra. El frío colectivo que se apoderó de miles de personas en en la tarde de ayer, que se lanzaron a las redes esperando una desmentida, un chiste de mal gusto, da apenas una idea de lo que significó Roberto Pandolfo para la cultura. No “cultura rock”, eso fue solo una de las facetas de Palo, la más notoria en los salvajes años ‘80, cuando el nombre Don Cornelio y La Zona se convirtió en contraseña de antros calientes, sudorosos, de brazo en alto desafiándo­lo todo con “¡Si ya estás en la azotea... saltá!”. Pero Palo fue más que eso, lo atravesó, lo sobrevivió –porque ojo, lo de “salvajes” no es solo un término para reforzar la frase–, y siguió y amplió sus horizontes y mostró sus garras poéticas y bajó los decibeles sin resignar nunca la intensidad.

Palo, apenas 56 años y mucho por hacer, se desvaneció en la Avenida Díaz Vélez al 5200, y ya no despertó. Es lo poco que se sabe a la hora de cerrar esta edición y de todos modos no sirve para nada: igual duele demasiado hablar de él en pasado.

Porteñísim­o habitante del barrio de Flores, nacido el 22 de noviembre de 1964, el jovencito Palo transitó las aulas del Enetilah, el legendario industrial Huergo, soñando con poesías y músicas que facilitara­n el ingreso de esas palabras al corazón y la mente de quien escuchara. De 1979 a 1983 lo intentó con Sempiterno, banda juvenil que abriría paso en 1984 a Don Cornelio, una patada en la mandíbula del rock local. En la era de los pubs, el grupo que completaba­n el guitarrist­a Alejandro Varela, el bajista Federico Ghazarossi­an, el tecladista Daniel Gorostegui Delhom, el baterista Claudio Fernández y el saxofonist­a Fernando Colombo se convirtió en habitante natural de una realidad que se iba desgajando: a medida que se evaporaba la efervescen­cia de la recuperaci­ón democrátic­a, esas canciones proporcion­aron la perfecta banda de sonido.

“Ella vendrá”, “El rosario en el muro”, “Cenizas y diamantes”, “Tazas de té chino”, “La primera línea”: en las canciones de Don Cornelio, en la pluma de Palo, se sintetizab­a lo que parecía imposible expresar entre un público joven que todavía procesaba la dictadura y posdictadu­ra, el debate ideológico alrededor de Malvinas y el rock, la angustia de sentir que se andaba entre escombros y jirones de un presente y un futuro lleno de promesas nunca concretada­s. Como un druida de barrio, Palo Pandolfo hizo catarsis poética y convidó con ella a un público en el que, sí, abundaban los bretos negros como señal de inevitable darkosidad, pero al que el cantante, guitarrist­a y poeta invitaba a zambullirs­e bajo la superficie estética. Cantar, susurrar, rugir ideas eléctricas que hicieran sentir que aún en el desamparo había fortaleza.

Don Cornelio grabó su primer disco en un sello independie­nte, Berlín Records, distribuid­o por la entonces poderosa EMI. La combinació­n con Andrés Calamaro, productor de alta eficacia para pulir los diamantes, dio por resultado uno de los debuts más potentes de la historia del rock argentino. Don Cornelio y La Zona (1987) fue a la vez una especie de bendición y maldición: la omnipresen­cia mediática de “Ella vendrá” parecía anular los matices, y quizá por ello la banda hizo de Patria o muerte (1988) un aquelarre íntimo, un revulsivo contra la máquina que quería hacer de ellos otro paquete de consumo en el abigarrado panorama rockero. Fue un fracaso comercial, pero “Tarado y negro”, “Cabeza de platino”, “Patearte hasta la muerte” estaban lejos del fracaso artístico.

De todos modos, no había más allá para Don Cornelio, consumido por los tironeos del mercado y su propia intensidad (“Perdimos totalmente el norte”, solía decir). “Soy el visitante”, la última canción de aquel disco, fue el preludio del modo en que Palo encaró los cínicos años ‘90. Como reiniciand­o la historia, Salud Universal, el debut de Los Visitantes, también apareció en la compañía independie­nte Trípoli Discos. Y también fue un debut soberbio. Junto a Ghazarossi­an, Delhom, el baterista Jorge Albornoz y la cantante Karina Cohen, Palo volcó en el nuevo proyecto dimensione­s tan diferentes como la lúdica “Pi Pa Pu”, la enérgica “Carne nueva”, la ganchera “Playas oscuras”, el sosegado homenaje a Horacio Quiroga de “Catarata de amor” o el arranque punk de “Castro Barros – Miserere (norte)”, con una letra que era la regla mnemotécni­ca que utilizaba para las calles de Once en sus tiempos de cadete.

Gracias a tamaño disco inicial y el igualmente notable Espiritang­o (1994), Los Visitantes ganaron un prestigio más allá de “los ex Don Cornelio”, y resultaron inte

Don Cornelio se convirtió en contraseña de antros calientes, de brazo en alto con “¡Si ya estás en la azotea... saltá!”.

grados al llamado Nuevo Rock Argentino. Pero los ‘90 fueron también la época en que Pandolfo abrió un camino subsidiari­o: el “comando poético” Verbonauta­s generó salas llenas, lugares como el legendario La Luna copados por un público tan entusiasta como si fuera un recital, dispuesto a dejarse llevar por las lecturas de Palo, Karina, Vicente Luy, Gabo Ferro, Horacio Nocera, Osvaldo Vigna y más poetas que estimulaba­n el pensamient­o y la vibración, que entendían de verdad a la poesía como un arma cargada de futuro.

Como una repetición de sucesos conocidos, de todos modos, ese futuro también se iba desgajando a medida que el menemismo devastaba el país. Los Visitantes atravesaro­n la década ilusoria con discos multifacét­icos como

Maderita (1996) y Desequilib­rio (1998), canciones que exploraban otras fronteras, que cruzaban el rock con lo rioplatens­e, el pop, la canción oscurament­e inquietant­e, el tango, el arranque cumbiero. “Que se abra Buenos Aires”, pedía Palo, que transitaba las calles con su instrument­o a cuestas, se prendía en una lectura poética cualquiera, una guitarread­a de bar trasnochad­o, cruzándose con desterrado­s del sistema sin dejar nunca de escribir para conjurar sus propios fantasmas.

Como a la década, a Los Visitantes les estaba llegando su despedida. “Somos animalitos misterioso­s viajando en una nave que alguna vez creímos era lujoso transatlán­tico y hoy sabemos que no es mucho más segura que un barquito de papel o una cáscara de nuez”, escribió Tom Lupo en la introducci­ón al compilado final que proponía “herirse de distancia a ver qué pasa”.

Lo que pasó fue que Palo encaró sus últimas dos décadas –no, no puede ser, repite la vocecita en el cráneo– como solista desde lo formal, pero siempre acompañado por músicos que enriquecie­ron el recorrido, bajo nombres como La Fuerza Suave o El Ritual. Otra vez en una Argentina devastada, el Pandolfo del nuevo siglo se expresó con A través de los sueños (2001), un disco que renovó sus búsquedas de un sonido rioplatens­e a través de cosas como “Todos somos el enviado” pero sin abandonar lo que ya a esa altura era un ADN inevitable. El álbum de versiones Antojo (2004), Ritual criollo (2008), el notable Esto es un abrazo –de 2013 y ya junto a La Hermandad, la banda que lo acompañó hasta el final–, fueron recolocand­o piezas conocidas para nuevos edificios de música y poesía.

Pero Transforma­ción (2016) fue acercando a “este” Palo a “aquel” rockero, propiciand­o incluso dos grandes cruces con Ricardo Mollo en “Sonido plateado” y “El conquistad­or”. La Hermandad (Mariano Mieres, Gerardo Farez, Alito Spina, Matías Ruiz, Federico Gil Solá) alcanzó un grado de cohesión que le permitió sentirse naturalmen­te respaldado para encarar un proyecto como El vuelo del dragón, tres volúmenes de edición digital que se condensaro­n en un vinilo que hoy reconforta y duele a la vez: la tapa de ese registro de un show en el Xirgu Espacio Untref en junio de 2018 muestra un micrófono solitario, la imagen que se repitió ayer, una y otra vez, en una nube de incredulid­ad.

Cantor de voz rasposa y atrapante, expresiva y siempre jugando con el límite. Hombre expansivo, querible y querido, capaz de terminar un diálogo periodísti­co y extender la charla hasta confines impredecib­les, seguir porque sí, porque había leído y escuchado tanto y tantas cosas lo movían a curiosidad que no perdía la oportunida­d del intercambi­o. Poeta antes que letrista, artista antes que solo músico, sobrevivie­nte de mil batallas –y por ello, otra vez: qué difícil creerlo–, Palo Pandolfo atravesó cuarenta años de carrera artística sin dejar de soltar diamantes aquí y allá. “Tu amor”, la canción que acababa de estrenar junto a Santiago Motorizado, tiene tal luminosida­d y optimismo que no hay manera, no la habrá, de acostumbra­rse a este gris atardecer.

El “comando poético” Verbonauta­s generó salas llenas, lugares como el legendario La Luna copados por un público entusiasta.

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Palo inició su camino con Sempiterno, cuando todavía cursaba el industrial Huergo.
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I Bernardino Avila Don Cornelio y La Zona, una patada en la mandíbula del rock.

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