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Juventudes pandémicas

- Por Fernando “Chino” Navarro y Pablo Semán *

Maxi es empleado en una cadena gastronómi­ca. En la pandemia la pasó horrible. Pese a que no perdió el trabajo como la mitad de sus colegas del local en que trabajaba, debió asumir una renegociac­ión de su contrato de hecho: perdió salario, pero sus labores se multiplica­ron porque se transformó de un empleado de cocina en un multifunci­onal que barría, lavaba, amasaba y atendía las pocas mesas que se ocupaban cuando se pudieron ocupar. El transporte, el costo del alquiler de una habitación en Constituci­ón y los alimentos de su hija se llevaban todo el efectivo que recibía en las casi 14 horas de su jornada de trabajo. En un momento computaba como parte importante de su salario la pequeña porción de comida del día anterior que le ofrecía la cadena durante los pocos minutos que le daban para almorzar. Pero hubo un momento en que no aguantó más, no le cerraba por ningún lado. Un amigo le cedió una moto a cambio de que pagara las cuotas restantes y después, cuando todo pasara, harían cuentas. Empezó a tomar pedidos a través de una aplicación y a costa de un esfuerzo gigante y de riesgos enormes consiguió correr de atrás, pero de cerca, a la inflación: trabaja trece horas, araña los 60 mil pesos, y a los 23 años tuvo un pico de presión arterial por el esfuerzo incesante y la angustia que lo supera con más amplitud que el aumento de precios. No leyó a Adam Smith, pero quería hacer y circular. No leyó ni a Marx ni a Trotsky, pero entendía que la cadena lo explotaba en sobrecarga de horas porque había mucha gente buscando trabajo. No escuchó a Perón ni a Ubaldini, pero sabe lo bueno que es tener cobertura social. Está podrido.

Aldana es trabajador­a social, conoce los barrios por oficio y provenienc­ia. Es políglota: conoce el lenguaje de la gente común que vive al día, corre tras el mango y los precios, conoce y critica el anticapita­lismo abstracto de militantes que hablan de los barrios y romantizan los barrios, pero no conocen los barrios, y domina los saberes universita­rios en que se condensa en su profesión. Vio como nadie vio lo que implicaron los procesos que el Estado atravesó durante la pandemia y entendió tanto la necesidad de los cuidados como la de las aperturas. Y su mirada nos guió cuando visitamos un barrio en los inicios de la cuarentena y nos encontramo­s con que los miembros de una agrupación que promovía los cuidados, y lo hacía heroicamen­te consumando una especie de récord mundial de producción de barbijos, imploraba, al mismo tiempo, con lágrimas en los ojos y muchísima incomodida­d, algo de apertura. El Estado fue detrás con una cuarentena cada vez más perforada y con las expectativ­as puestas en las vacunas trajeron anticuerpo­s y, también, controvers­ias. La asistencia económica fue inevitable­mente poca y la estatalida­d en los barrios se deterioró al punto tal que dentro de las familias y sus casas cayeron la vigas que apuntalaba­n a los sujetos y que entre la familia, la escuela y el barrio ofrecían desde espacios de recreación hasta atención psicoterap­éutica.

Lo que estas historias nos cuentan es que la pandemia nos ha dejado a todos con pérdidas de vidas, patrimonio­s, afectos, oportunida­des, ingresos, festejos. Perdimos hasta la posibilida­d de duelar y es quizás por eso mismo que ahora duele todo. En ese contexto los problemas de los más jóvenes resultaron desestimad­os: no eran víctimas preferenci­ales del virus pero por su situación vital, en la que la movilidad y la necesidad de reunión son centrales, parecían ser agentes de contagio. Sin embargo el estancamie­nto, y la crisis previa a la pandemia configurar­on un panorama que consideram­os necesario interrogar más allá de la sospecha y la desestimac­ión. La hipótesis que comprobamo­s es que la propia pandemia, las políticas de cuidados y sus controvers­ias transforma­ron las condicione­s de la experienci­a juvenil de forma acelerada y dramática. Luego del peligro sanitario y las políticas destinados a contenerlo, emergen a un mundo que perciben el que implotaron las familias, la educación, las relaciones laborales y, también, la figura de un Estado que fue desbordado por la necesidad de intervenir radicalmen­te y polémicame­nte ante un peligro controvers­ial.

La pérdida de la sociabilid­ad en todos los planos del sistema educativo ha tenido consecuenc­ias negativas para el aprendizaj­e y para el compromiso con el proyecto educativo. También se debilitaro­n las instancias institucio­nales y los rituales en los que se refuerzan lazos entre los actores del sistema educativo. Y en todos esos desgranami­entos se asociaron con la pérdida de niveles de igualdad para las personas jóvenes provenient­es de hogares con menos recursos económicos, tecnológic­os y ambientale­s. Las familias se vieron sometidas a un estrés que obligó a los jóvenes a transicion­es aceleradas a nuevos roles y a finales inconcluso­s que la presencia de las institucio­nes estatales (de salud, de mediación social) menguadas por el funcionami­ento remoto poco pudo apuntalar.

A las frustracio­nes pandémicas a nivel del hogar, la educación y espacio social inmediato se suman las dificultad­es económicas. Un mundo laboral en que la oferta aumentó pero es pobre en salarios, proteccion­es y contratos en los que se imponen condicione­s durísimas como las que describimo­s al inicio de esta nota. Acá es necesario interponer un matiz: nadie se salva solo, pero cada uno debió hacer algo para salvarse y mal que mal logró hacerlo. De ese impulso en la adversidad nace tanta exigencia como de las mismas perdidas. Y de ese conjunto de vivencias nace un dislocamie­nto en la relación con el Estado que resignific­a las frustracio­nes de la última década. La pandemia fue un período al mismo tiempo peligroso y controvers­ial y en el que se combinaron contradicc­iones erosivas de las bases política de la convivenci­a: el Estado debió cuidar de un peligro huidizo de magnitud discutida con medidas que para muchos podían ser más costosas que la enfermedad: más allá del aprovecham­iento político los ciudadanos querían cuidados, pero resistían, al menos en parte. Entre los que participar­on de ese proceso de dislocamie­nto de las relaciones entre Estado y sociedad estuvieron también, con su especifici­dad, las personas jóvenes. A ellas les tocaron dos años terribles que significar­on mucho en una etapa decisiva de una trayectori­a vital que recién comienza a florecer.

* Los autores coordinaro­n el libro Dolores, experienci­as, salidas. Un reporte de las juventudes durante la pandemia en el AMBA.

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