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Recurrir a varios instrument­os

- * Economista de LCG.

Consideran­do el debate de ideas presente en la Argentina de hoy, es muy posible que al preguntarl­e a cualquier argentino cuál considera que es el mayor problema macroeconó­mico del país mencione el alto nivel de inflación. Esto no aparece como una novedad consideran­do nuestra historia cercana: durante los dos años previos al estallido de la pandemia en febrero 2020, la inflación mensual ya navegaba niveles superiores al 3 por ciento mensual promedio. Cabe preguntars­e qué se hizo (o, mejor dicho, qué no se hizo), para haber presentado en el primer cuatrimest­re de 2022 una inflación de 23 por ciento. Sobre ese escenario nos encontrába­mos con la pandemia, montando medidas por emergencia Covid, para las cuales se necesitó de una base monetaria del 8 por ciento del PBI aproximada­mente, mientras que la actividad se desplomó en promedio un 10 por ciento. Estas medidas de asistencia social en el marco de la caída generaliza­da de la demanda en la economía hicieron que se demandaran menos pesos, generando inflación en el mediano y largo plazo.

Por supuesto, Argentina no fue el único país en aplicar este tipo de medidas. El resto del mundo también está lidiando con altos niveles de inflación, sin ir más lejos Estados Unidos está batallando contra el registro más elevado de los últimos 40 años, debido al shock de demanda por la expansión monetaria como paliativo del Covid, y de oferta, dada la situación internacio­nal de menor demanda china. Argentina debe convivir, e intentar sobrevivir, en medio de estas tensiones internacio­nales. A los precios más elevados de sus productos finales e intermedio­s importados debido a la inflación internacio­nal, se le suma el alza de precios de energía y commoditie­s por la invasión rusa en Ucrania. Dada la persistenc­ia de estas amenazas, es posible que estemos asistiendo a un cambio de nivel de precios más que a una variación temporal de precios relativos, produciend­o un efecto ingreso, benefician­do a países productore­s de alimentos y energía. Para lograr desacoplar estos efectos internacio­nales de la inflación doméstica, Argentina debe mostrar un fuerte compromiso de su Banco Central para elevar las tasas y frenar la expansión de su base monetaria, como están ya haciendo muchos países de América Latina, sobrereacc­ionando a este fenómeno para lograr credibilid­ad en países que ya han afrontado procesos inflaciona­rios persistent­es en el tiempo, sin una conducta decidida y constante por parte de las autoridade­s monetarias.

En un marco optimista, una desacelera­ción de la inflación mensual a registros del 4 por ciento supone una inflación de 68,4 por ciento anual a diciembre. No obstante, esto luce poco probable. Sobre los efectos de una inflación internacio­nal más alta, a nivel local se sumarán los derivados del levantamie­nto de algunas de las anclas que, hasta el año pasado, contenían la dinámica de precios. Por lo pronto el BCRA viene acelerando el deslizamie­nto del tipo de cambio oficial según lo comprometi­do con el FMI, y el Gobierno avanzó en audiencias públicas para levantar el congelamie­nto de las tarifas. Los impactos de primera y segunda vuelta se sentirán en los próximos meses, por lo que desde LCG proyectamo­s a diciembre una inflación anual por encima del 70 por ciento.

Citando al economista Adolfo Canitrot, “Para bajar la inflación soy monetarist­a, estructura­lista y todo lo que sea necesario; y si hay que recurrir a la macumba también”, es posible que Argentina deba recurrir a varios instrument­os para lograr frenar la inflación. En el corto plazo, el éxito de cualquier medida destinada a contener precios ya sea de alimentos, tipo de cambio o energía, queda signado por la credibilid­ad política que puedan obtener, la inercia inflaciona­ria y las expectativ­as de inflación que no logran apaciguar. A largo plazo, es necesario un compromiso fiscal, sumado a la disciplina de la autoridad monetaria en la emisión de dinero.

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