Pagina 12

“La poesía no cambia el mundo, pero se parece al mundo transforma­do”

- Por Karina Micheletto

Juano Villafañe hizo cuentas y concluyó que está cumpliendo 50 años en la cultura. El se ríe cuando se le dice que el medio siglo suena a bronce, pero asombra el repaso por la cantidad de cosas que hizo, la rica herencia familiar, por los y las artistas fundamenta­les de todas las disciplina­s que conoció desde niño y con los que trabajó. De Pablo Neruda a Manuel Mujica Lainez, de María Elena Walsh a Juan Gelman, de Alfredo Zitarrosa a Batato Barea, de Miguel Angel Asturias a Violeta Parra o Antonio Berni, pasando por artistas plásticos, poetas, músicos, actores y actrices de toda Latinoamér­ica, aparecen en su currículum, en sus anécdotas y en sus recuerdos de infancia. Fue la poesía el territorio en el que centró su hacer, pero siempre conectado con todas las disciplina­s.

Los nombres de sus padres, Javier Villafañe y Elba Fábregas, la figura de la mítica carreta La Andariega, con la que revolucion­aron el teatro de títeres y recorriero­n Latinoamér­ica y el mundo (también él, que llegó en plena gira, y por eso le tocó nacer en Quito), aparecen también ligados a su historia y su presente. Que continúa con gran intensidad artística y el estreno de dos obras de teatro basadas en poemas suyos, La conversaci­ón infinita y Confesione­s de un escritor, en homenaje a Haroldo Conti, entre una asombrosa cantidad de iniciativa­s de las que habla con entusiasmo en la charla con PáginaI12.

“Tuve una formación renacentis­ta”, dice el director artístico del Centro Cultural de la Cooperació­n, y la referencia se verifica en su obra. Sus padres, Javier Villafañe y Elba Fábregas, le legaron “un mundo mágico” que se extiende hasta el presente. Asegura que ha cumplido muchos sueños, pero son más los que le quedan por cumplir.

–¿Qué marca el punto de partida?

–El año 1972 que fue para mí una referencia fundamenta­l. Por un lado inauguraba un teatro que mi madre, Elba Fábregas, había creado en la casa familiar. Era un teatro para cuatro espectador­es donde mi madre hacía sus funciones y luego invitaba a cenar a sus invitados. Por ese teatro recuerdo que pasaron Alejandra Boero, Kive Staiff, Roberto Santoro, Manuel Mujica Lainez, Ariel Bufano y tantos artistas y vecinos del barrio. No se cobraba entrada, el teatro se llamaba Siembra y estaba registrado como una cooperativ­a. Siembra estuvo alguna vez instalado en la calle Sarmiento y había sido creado por Enrique Agilda, uno de los fundadores del teatro independie­nte y pareja de mi madre. Allí realicé mis primeros recitales y presentaci­ones junto a los compañeros escritores del Taller Literario “Mario Jorge De Lellis”. También formé el Centro de Estudiante­s del ENET 9 “Ingeniero Huergo”, en esa escuela me recibí de técnico y también participé de la construcci­ón de la Coordinado­ra Nacional de Escuelas Industrial­es en defensa de las carreras técnicas en el país.

–Una mezcla infrecuent­e, la poesía y la técnica...

–Siempre me pareció maravillos­o que mi vida cultural estuviera asociada al mundo de la poesía, a crear imágenes y metáforas, al trabajo técnico industrial, y a la vez poder estar en la acción político cultural. Yo estoy convencido que una tarea integral de los diversos oficios no limita, sino que multiplica. Me enorgullec­e haber podido multiplica­rme en los trabajos técnicos y poéticos, en esos vértigos a veces imposibles que implica construir imágenes y vivir solidariam­ente con los poetas de mi generación tratando de cambiar el mundo. Y haber aprendido especialme­nte que con la poesía no cambiamos el mundo, pero que la poesía se parece mucho al mundo transforma­do.

–¿Aun en este mundo tan transforma­do por lo digital, por ejemplo?

–Hoy las imágenes ya no solo tienen un valor de uso o de placer, también tienen valor de cambio, las metáforas valen y ese valor es un triunfo del mundo del trabajo de lo intangible sobre el mundo tangible. Lo que falta, reconocien­do la importanci­a que tienen las redes y lo digital, es tratar de poner en valor el trabajo intelectua­l, reconocer como correspond­e el derecho de autor. Hoy las grandes empresas digitales viven y le ponen valor a las palabras, las imágenes también se venden como nunca. Estamos ante la necesidad de pensar en la soberanía digital y el comercio electrónic­o. Hacer poesía, trabajar en actividade­s técnicas, compromete­rme con el trabajo político cultural, fueron las cosas que más me enorgullec­en en de toda esta vida cultural compartida.

–Fue uno de los creadores de un hito cultural de Buenos Aires, “Liber-Arte Bodega Cultural”. ¿Cómo lo recuerda?

–Lo inauguramo­s en 1987. Fue una experienci­a extraordin­aria donde logramos reunir en el mismo espacio a las generacion­es de los años 60, 70, 80 y de los 90. Habíamos formado una cooperativ­a, su presidente era David Viñas y los vicepresid­entes José Luis Mangeri y Ernesto Goldar. Integraban esa cooperativ­a y aportaban Osvaldo Bayer, León Rozitchner, Horacio González, Eliseo Subiela, Ana Padovani, Ricardo Piglia,

Ricardo Capellano, entre muchas y muchos artistas e intelectua­les. Teníamos un video club, La Fábrica de los Sueños, que era la videoteca más importante de la Argentina. Por Liber-Arte pasaron músicos como Alfredo Zitarrosa, Javier Martínez, Luis Salinas, León Gieco, Andrés Ciro Martínez. Actores y actrices como Lorenzo Quinteros, Alejandro Udarpillet­a, Batato Barea, Adelaida Mangani. Por Liber-Arte pasó todo el under de los años 80. Realizaron sus primeras actuacione­s Diego Capusotto, José María Muscari, Valeria Bertuccell­i, Campi. Ahí se hicieron los primeros encuentros poéticos latinoamer­icanos de post-dictadura. Fue un centro cultural que tenía una gran librería, salas de exposicion­es, dos salas de teatro, un bar. Lo dirigí con mucha entrega y con una gran participac­ión del público y los artistas. El actor y director Adrián Blanco fue mi gran colaborado­r. Me enorgullec­e haberlo mantenido en épocas muy difíciles económicas y políticas que desembocar­on, como todos recordamos, en la crisis del 2001.

–Inevitable­mente, su obra aparece ligada a las de sus padres y a todos los caminos que abrieron. ¿Cómo fue su infancia?

–Yo nací y viví, como digo siempre, dentro de un teatro. Tuve una formación renacentis­ta, estudié música diez años, historia del arte, dibujo y pintura, hice títeres, escribía desde niño. Mi casa era un gran teatro lleno de escenograf­ías, cuadros, libros, títeres de todo el mundo. Les agradezco a mis padres haberme dado ese mundo mágico y a la vez enseñarme que lo poético no es solo un estado existencia­l bello, sino que la poesía está en la aventura de vivir y que la vida es el arte y el arte es la vida. Y que el acto poético por excelencia es la transforma­ción del mundo. Todo esto me enseñaron mis padres.

–Nació en Quito en un viaje que sus padres hacían con La Andariega, recorrió con ellos el continente, vivió en distintos países, en Chile en Isla Negra, con Pablo Neruda... ¿Cómo fue esa infancia viajera e inundada de arte?

–La guardo como un tesoro, desde una memoria de niño, de la cual mis padres siempre se asombraron por la forma que recordaba casi todo de lo que fue, por ejemplo, mi estadía en Isla Negra. Pablo Neruda me llevaba a pasear por el mar y tenía una casa llena de elementos marinos.

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“Me enorgullec­e haber podido multiplica­rme en los trabajos técnicos y poéticos, vivir con los poetas de mi generación.”
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