Pagina 12

Dios es digital

- Por María Daniela Yaccar

Una tarde, hace ya un tiempo, al ingresar a un sitio web de noticias, detecté que la página se había llenado, en los márgenes y abajo, de poco tentadoras imágenes de carne de cerdo con descuento en un supermerca­do. Cachos de cerdo –crudo, claro–, entre las noticias del país y del mundo, con grandes precios en color rojo. No tengo preferenci­as por la carne de cerdo; tampoco había buscado en Google “carne de cerdo” o alguna expresión parecida. No fue difícil darme cuenta de dónde salía eso. Lamentable­mente.

El día anterior había tenido una conversaci­ón telefónica con un amigo. Comenté que había comido pernil el fin de semana, todavía con la inocencia de que aquello que le contaba quedaría entre nosotros...

Al toparme con los cerdos entre las noticias me asusté. De verdad. Ya me acostumbré, lamentable­mente –perdón por la repetición–, a que cada vez que googleo algo mis pantallas del celular y de la computador­a se inunden de fotos de aquello que googleé, ya sean zapatillas, bicicletas, sillones... cualquier cosa. Tengo esto naturaliza­do. No sé por qué: es grave también. Pero en ese entonces me pareció extremo que escucharan las conversaci­ones. No me sentí espiada: supe que lo estaba.

Volvió a pasar, por lo menos que yo lo haya registrado, una vez más. Nos pusimos a charlar con la cosmetólog­a sobre gualichos y esas cosas, y enseguida comenzaron a aparecerme anuncios de videntes que desarticul­aban “trabajos”. Mi amiga Poli Sabatés publicó un tuit en el que cuenta que pronunció que quería comprarse una Essen y a los pocos minutos comenzó a seguirla una chica que las vendía.

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Otro tanto sucede en Instagram, red social a la que al principio me negaba. Me parecía –y me sigue pareciendo– superficia­l, pero me terminó cooptando. No sé si a otros les ocurre lo mismo. No sé por qué termino cayendo en los tentáculos de cuanta red social aparece, haciendo cosas que dije que nunca haría o de las cuales me arrepiento.

Lo que pasó fue que estaba “limpiando” mi feed –no sé cuál sería el término para el ámbito virtual–, es decir, archivando fotos que ya no me gustaban o representa­ban, cuando de golpe vi que una de mis publicacio­nes había sido reemplazad­a por una publicidad. Donde debía estar yo abrazando a mi sobrino o el recuerdo de un paisaje de pronto había una publicidad de ropa deportiva.

Hice click para ver qué pasaba al agrandar la imagen. Aparecía la que yo había puesto, pero al volver al feed la publicidad se reestablec­ía. Mi identidad instagrame­ra estaba sesgada, invadida. Desconozco si a la vista también de los otros usuarios o sólo para mí, lo cual ya era suficiente.

No sé, tampoco, si hay una identidad específica­mente virtual. Sé que hay un debate. ¿Habitamos un único mundo que es a la vez virtual y real, o son dos mundos distintos? Prefiero la segunda hipótesis, a lo mejor con un dejo de romanticis­mo. La pandemia recalcó la diferencia.

A riesgo de contradeci­rme, vuelvo a aquel momento de la publicidad en mi feed de Instagram y recuerdo que sí sentí que existía una identidad virtual. Y que sentí la mía herida, lastimada. Porque en la suma de mis pedazos, o de los pedazos que elijo mostrarle al mundo –mis pedazos felices y bellos, por supuesto, como la mayoría de los mortales– era también esa publicidad. Esta identidad nueva, presente, segurament­e fugaz, era el efecto de un deseo pasado. Un deseo de algo que segurament­e no había comprado, porque la mayoría de las veces que googleo cosas no es para comprar (una compulsión tan tonta como triste).

Un conocido me contó que le apareció en Instagram la publicidad de su propio departamen­to, que está en venta en portales. “Dios es digital”, canta el Indio en “Alien Duce”, sentencia que me acorrala al escribir estas líneas; también pienso en Ubik, aquella novela de Philip K. Dick cuyos capítulos comenzaban, todos, con un anuncio publicitar­io. En el caso de ese conocido, el dios digital reveló sus limitacion­es ( ¿un atenuante a esta locura?): nadie compraría una casa de la cual quiere desprender­se.

La adicción a la conexión ha activado, en distintos países, estrategia­s para tratarla. Los más extremos son Japón, Corea del Sur y China, donde existen campos de reeducació­n bajo un modelo militar. En Estados Unidos hay clínicas privadas especializ­adas y en la mayor parte de los países europeos los hospitales prepararon unidades de cuidado dedicadas al tema. Esto lo cuenta Eric Sadin en su último libro, La era del individuo tirano (Caja Negra). ¿Qué sucede en la Argentina? ¿Se tiene dimensión del problema? ¿Se lo considera como tal? ¿Cuándo hay que empezar a hablar de adicción? ¿Cuáles son las causas? El psiquiatra Federico Pavlovsky, los psicólogos Martín Smud y Mora Zaharya, la psicoanali­sta María Cristina Oleaga y el doctor en psicología Juanjo Martí aportan a PáginaI12 sus perspectiv­as.

Homo selfie

Homo selfie se titula un libro del psicólogo Martín Smud: en este tiempo, “cada uno lleva pegado a sus manos un celular con el que vive, duerme, sueña y respira”, al punto de que ya no es un objeto, sino que “somos sus objetos”. “Los celulares comenzaron su auge hace 25 años. Después se fueron agregando cada vez más cosas, aplicacion­es en tiempo real que deben tener más o menos diez años. Esto cambió la relación del ser humano con la tecnología en términos cualitativ­os y cuantitati­vos”, contextual­iza Smud. “El celular se mete mucho en la identidad. Uno tiene la identidad del DNI, la de género y la virtual, que depende de poder ir armando la vida en relación a las megacorpor­aciones que manejan todo: las redes. Y hoy se habla de un nuevo tipo de realidad, además de la virtual. La inmersiva.”

“Según un pequeño estudio estudiante­s universita­rios argentinos están alrededor de seis a ocho horas por día mirando la pantalla. Y muchos te dicen que no pueden dejar de hacerlo. La adicción ya no es a un objeto, como podría ser una droga, sino a determinad­o vínculo. Hay una especie de compulsión a esperar que pase algo en el celular, sin posibilida­d de levantar la mirada por mucho tiempo sin volverla a él. Es típico de este tiempo, del panóptico digital del que habla Byung-Chul Han. La adicción trae consecuenc­ias múltiples. Una muy clara en la educación es la falta de concentrac­ión. Y se ve una dependenci­a a la sociedad punteocrát­ica, del like”, resume.

Estudios sobre el tema

En febrero de este año la OMS calificó a la adicción a los videojuego­s como enfermedad mental. No hubo hasta este momento un pronunciam­iento del organismo respecto al uso compulsivo del ce

“Estamos en un riesgo de pérdida de lo propiament­e humano en la subjetivid­ad. Es un momento bisagra grave.”

lular. “Y no hay prácticame­nte estudios. Los podrían hacer Samsung, Apple. Los nuevos smartphone­s vienen con aplicacion­es de bienestar digital. Hay datos pero no se están publicando”, señala Juanjo Martí, quien en España preside la organizaci­ón Cibersalud. Una novedad en los teléfonos son los dumb phones que, en contraposi­ción a los smartphone­s, no habilitan aplicacion­es y ofrecen solamente recursos básicos.

“La OMS podría decir cuánta gente está conectada diariament­e más de 12 horas, pero no hay un interés. Las aplicacion­es son todas adictivas y no pueden regularse, porque los gobiernos dirán ‘libre mercado’. A nivel internacio­nal no hay grandes planes. No hay una política. La política es que todo el mundo esté conectado, compartien­do datos, dando informació­n de lo que hacemos, con quién hablamos y qué compramos. Así nos controlan”, cuestiona. En España, cuenta, existen organizaci­ones que ofrecen programas para favorecer la desconexió­n; tratamient­os que son privados, costosos y que incluyen el encierro.

No abundan informes sobre el tema pero la psicóloga Mora Zaharya recomienda detenerse en el reporte –muy completo– de We Are Social y Hootsuite, aunque aclara que desconoce cómo se rejuntan los datos. Allí aparece un panorama de la Argentina: se encuentra en el puesto 5 entre un grupo de países en el uso de Internet, con un promedio diario de 9 horas 38 minutos, y en el 6 en el promedio de conexión en teléfonos (5:04). En el séptimo puesto en el uso diario de redes sociales (3:26) y en el quinto en el seguimient­o de influencer­s. Además, es el tercero en la utilizació­n de WhatsApp.

Dispositiv­os para la adicción

No hay estadístic­as del Ministerio de Salud de la Nación ni tampoco, todavía, un proyecto en relación a esta problemáti­ca. De acuerdo a lo que pudo saber esta cronista se está trabajando en uno. “Estamos empezando a integrar las facilidade­s que ofrece la digitalida­d. No estamos trabajando sobre la patología, sino en cómo difundir y generar alfabetiza­ción digital. Es algo común a Latinoamér­ica”, plantea Zaharya. El psiquiatra Federico Pavlovsky aporta su mirada en torno a la re

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