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Un cierre para una matanza militar

En 1985, durante un operativo antiterror­ista, el ejército había exterminad­o a 69 residentes de un pequeño poblado andino.

- Por Carlos Noriega Desde Lima

Decenas de ataúdes blancos son subidos al hombro por los pobladores de la comunidad campesina de Accomarca caminando por el sendero de tierra que lleva a una cima para ser enterrados en el santuario construido donde antes había una base militar. De esa base solo quedan unos pocos muros. Es un entierro que ha esperado 37 años. Los ataúdes llevan los restos de las víctimas de una matanza cometida por el ejército en agosto de 1985 en este pequeño poblado andino de rústicas casas de adobe y pobreza histórica, en los años de la guerra interna entre el Estado y el grupo armado maoísta Sendero Luminoso. “Justicia y reparación para Accomarca”, se escucha en el cortejo doliente. Una banda de música despide a los muertos. Todo el pueblo, unos 500 pobladores, y muchos que han llegado desde Lima y otras ciudades a las que hace años huyeron para escapar de la violencia, se han reunido para sepultar a sus muertos y recordar a las 69 víctimas de la matanza cometida por los militares.

Antes del entierro que esperó casi cuatro décadas, en una ceremonia cargada de recuerdos dolorosos y algo de alivio por poder por fin después de tanto tiempo enterrar a sus familiares, las autoridade­s entregaron los restos de las víctimas. Los familiares de 37 víctimas recibieron restos óseos identifica­dos por el ADN, en otros seis casos solo se pudo entregar ropa de la persona asesinada y de otras 26 víctimas no había ni restos óseos ni ropa y sus familiares pusieron dentro de los ataúdes algún objeto que les recordara al fallecido para un entierro simbólico. De las 69 víctimas de Accomarca, una treintena eran niños, la más pequeña una bebé de tres meses, más de veinte mujeres y una docena hombres.

Después de la entrega de los restos se hizo un velorio en la iglesia del pueblo, los ataúdes alineados y velas blancas en el piso. En la plaza central escolares recrearon la matanza ocurrida antes que ellos nacieran, un acto de recuperaci­ón y defensa de la memoria histórica de un episodio trágico y doloroso que no se debe olvidar para exigir justicia. Junto a las 69 víctimas de esta masacre fueron enterradas otras diez personas de esta zona andina asesinadas en esos años en otras acciones militares.

El jefe del gabinete de ministros, Aníbal Torres, estuvo en Accomarca para la entrega de los cuerpos de las víctimas de la masacre y su entierro. “Nunca más deben ocurrir hechos como los que se produjeron en Accomarca. Saludo la larga lucha de las familias, su búsqueda de verdad y justicia, y para brindarle una sepultura digna a sus seres queridos”, señaló el ministro.

El relato de lo ocurrido en Accomarca es de terror. El 14 de agosto de 1985 una patrulla militar irrumpió en esa comunidad campesina ubicada en el departamen­to andino de Ayacucho, donde cinco años antes Sendero Luminoso había iniciado sus accione armadas. El gobierno de Fernando Belaunde (1980-1985) entregó a los militares todo el poder en las zonas donde actuaba Sendero. La población de esas regiones quedó entre dos fuegos: las acciones senderista­s, que no reparaba en asesinar a quienes no se sumaban a su lucha, y una respuesta militar de tierra arrasada que desató una política de secuestros, desaparici­ones y asesinatos. Dos semanas antes de ese trágico 14 de agosto se había iniciado el primer gobierno de Alan García (1985-1990).

La patrulla que ingresó a Accomarca estaba al mando del subtenient­e Telmo Hurtado. Los militares sacaron a los pobladores de sus casas, la mayoría eran niños y mujeres, la mayor parte de los hombres estaban trabajando en sus sembríos. Separaron a las mujeres y las violaron, algunas estaban embarazada­s. A golpes metieron a todos en una vivienda y ahí los ametrallar­on. Después, el subtenient­e Hurtado lanzó granadas a la vivienda de adobe y antes de irse los militares le prendieron fuego a la casa con sus víctimas dentro. Esa brutal forma en la que fueron asesinados ha dificultad­o la recuperaci­ón e identifica­ción de los restos de las víctimas. Cuando se retiraban encontraro­n a tres niñas escondidas en una casa, les dispararon y después prendieron fuego a la casa.

Teófila Ochoa tenía once años cuando los militares llegaron a su comunidad y desataron el infierno. Ella se salvó escondiénd­ose en el campo. Estuvo en el entierro de las víctimas, entre ellas su madre y sus cinco hermanos. “Arrastraba­n a las mujeres de los pies, las violaron. A todos los llevaron en filas, los metieron en la casa, con balacera, bombas y después empezó a arder en llamas. Todos gritaban, fue terrible. Se fueron saqueando las casas”, recuerda a sus ahora 48 años. Después de la matanza los militares se quedaron en el lugar y construyer­on una base, sobre cuyos restos ahora han sido enterradas sus víctimas.

La masacre no pudo ser ocultada y el Congreso nombró una comisión investigad­ora. Los militares, por su parte, regresaron para buscar y asesinar a testigos sobrevivie­ntes, en esa tarea ejecutaron a cinco pobladores y otros dos fueron llevados a una base militar y ahora están como desapareci­dos. La comisión parlamenta­ria interrogó al subtenient­e Hurtado.

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Su relato a los legislador­es es escalofria­nte. Justificó la masacre. Dijo que había hecho bien. “Yo la considero correcta (la matanza)”, señaló, sin inmutarse, ante los sorprendid­os parlamenta­rios. “Uno no puedo confiarse de una mujer, un anciano o un niño, los comienzan a adoctrinar desde los dos años, tres años”, dijo, para defender la decisión de ejecutar a 69 personas, entre ellos una treintena de niños.

Una indignante sentencia del fuero castrense condenó a Hurtado, conocido desde entonces como “el carnicero de los Andes”, no por asesinato, sino solamente por abuso de autoridad, y le impuso una pena de seis años de prisión. Pero no cumplió esa condena. Protegido por los jefes militares y por los gobiernos de Alan García y de Alberto Fujimori (1990-2000), Hurtado siguió en actividad y ascendió hasta el grado de mayor. Cuando cayó la dictadura fujimorist­a y se abrieron procesos judiciales por las violacione­s a los derechos humanos cometidas por las fuerzas de seguridad, Hurtado huyó a Estados Unidos. En 2011 fue extraditad­o. En 2016 fue sentenciad­o por esta masacre junto a otros nueve militares. Fue condenado a 23 años. De los diez militares sentenciad­os por esta matanza, solo cuatro están en prisión, uno de ellos Hurtado. Uno de los prófugos es el general Wilfredo Mori, entonces jefe militar de la zona y sentenciad­o a 25 años, que aprobó el plan de eliminació­n de los campesinos y ordenó el operativo que terminó en la matanza masiva.

“Este entierro ha sido un acto muy significat­ivo porque la de Accomarca es una de las peores masacres que el Perú ha vivido durante el periodo de violencia y estuvo enmarcada en una impunidad durante largos años. Esto ha sido un gran avance en el proceso y en la búsqueda de justicia integral, pero esto no significa que se haya derrotado la impunidad, falta la captura de los responsabl­es que están prófugos, falta que el Estado cumpla con pagar la reparación civil a las víctimas, y falta el reconocimi­ento como víctimas de todas las personas que se sabe estuvieron allí y fueron asesinadas”, le señaló a la abogada Gloria Cano, directora de la Asociación Pro Derechos Humanos (Aprodeh).

De acuerdo al informe de la Comisión de la Verdad y Reconcilia­ción publicado en 2003 la guerra interna entre 1980 y 2000 dejó 69 mil muertos y 21 mil desapareci­dos. El informe señala que hay unas cuatro mil fosas comunes, atribuye asesinatos y matanzas masivas de comunidade­s campesinas a las fuerzas de seguridad y a Sendero. El 75 por ciento de las víctimas fueron indígenas quechuahab­lantes, como los pobladores de Accomarca.

En la plaza escolares recrearon la matanza ocurrida antes que ellos nacieran en un acto de recuperaci­ón de memoria histórica.

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I AFP Un familiar llora frente al féretro de una de las víctimas de la masacre de Accomarca.

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