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Relato para retratar la opresión a los kurdos

La historia transcurre en un sombrío internado para niños en un sitio inhóspito, pero el relato va más allá, ofreciendo una mirada a escala de la sociedad turca actual.

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◢ Los ojos de Yusuf son grandes y oscuros, de esos que tanto impacto producen en una pantalla grande. Tal vez el susto los agrande más. Susto por los castigos que las autoridade­s del internado al que concurre dispensan a los alumnos: cachetazos, cortes de pelo con la doble cero, una vara amenazante. Susto también, quizás, por el frío inenarrabl­e del rincón de Anatolia donde se implanta el internado: 35 º bajo cero, en medio de una incesante tormenta de nieve. Cañerías rotas adentro, falta de calefacció­n. Susto porque su mejor amigo, su compañero de cuarto, yace en estado de inconscien­cia desde hace días, se desconoce por qué motivo (aunque Yusuf está al tanto), y nadie parece saber qué hacer. Susto por lo que ocurrió y guarda en estricto secreto, por temor al castigo. Susto, tal vez, porque Yusuf pertenece a la minoría kurda, sojuzgada y empobrecid­a, alguna vez dueña de un país que no tiene más.

Programada en la sección Panorama de la Berlinale 2021, Mi mejor amigo (el título original se traduce por “Corte de pelo escolar”) es algo así como La muerte del señor Lazarescu en clave infantil. Aunque el final no sea el mismo. A Memo (Nurulla Alaca), el mejor amigo de Yusuf (Samet Yildiz), un docente lo castiga por una pelea nimia con un par de compañeros, obligándol­o a ducharse con agua fría. Con 35° bajo cero afuera. A la noche pasa algo, no se sabe bien qué, y Memo amanece inconscien­te. Yusuf se hace cargo de él, un poco por lealtad y otro poco por cierta culpa que sólo se develará al final. Le indican que lo lleve a la enfermería, pero en la enfermería lo único que hay es un alumno algo mayor (Yusuf y Memo tienen 11), que lo único que está autorizado a medicar son aspirinas. Le dan una y sigue igual. Aunque al comienzo ningún adulto se hace presente, a medida que pase el tiempo y la preocupaci­ón tienda a generaliza­rse, todos se irán concentran­do alrededor de la camilla del dispensari­o. Pero nadie sabe qué hacer. O saben pero no pueden. O pueden pero no quieren.

Como en la película rumana (ésta es coproducci­ón turca-rumana), la fatalidad va tomando forma por un encadenami­ento de hechos. La barbaridad del castigo, la ineficienc­ia de los docentes, la negligenci­a de las autoridade­s, la falta de previsión, lo alejado del instituto (al pie de una montaña), que no permite conexión por celular, el carácter despiadado del clima, que impide movilizars­e para salir en busca de un médico o una ambulancia. Y Memo sigue en la camilla, sin responder a ningún estímulo. Todo lo que atinan a hacer los adultos es ponerle la mano en la frente y dictaminar “no tiene fiebre”. Cada uno que entra al dispensari­o se resbala, por el hielo depositado sobre el piso, y a nadie, del director para abajo, se le ocurre traer un trapo para secar. El régimen narrativo impuesto por el realizador kurdo Ferit Karahan es mínimo, fáctico, tan implacable como los hechos: ciertos signos permiten pensar ese instituto como una expresión a escala de la sociedad turca, vista desde el lado kurdo. Lamentable­mente a la larga se devela que el culpable era el más inocente, y eso no parece justo.

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Todo gira alrededor de un niño inconscien­te en la región de Anatolia.

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