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Farrelly y el barro de la comedia idiota

- Por E. B.

◢Meterse en el barro de la comedia luego del baño en las aguas del prestigio que significa dirigir una película ganadora del Oscar (Green Book: una amistad sin fronteras, 2018) no parece la decisión más acertada. Pero Peter Farrelly no es un director cualquiera. Con su hermano Bobby fueron los encargados de correr hacia el mainstream un tipo de humor que hasta mediados de los ’90 estaba encerrado en el ala más independie­nte de la industria. Un humor que pendulaba entre la idiotez, la escatologí­a y la grosería, que apareció en su esplendor en Tonto y retonto (1995), Loco por Mary (1998) e Irene, yo y mi otro (2000), entre otros títulos fundamenta­les de la primera etapa de la Nueva Comedia Americana.

Casi tres décadas después, el hermano mayor intenta una vuelta a los orígenes con Ricky Stanicky: el impostor. Sólo de a ratos logra eludir los efectos del óxido; más precisamen­te, cuando entra en escena esa montaña músculos al servicio del humor físico que es John Cena, que la semana pasada anduvo en boca de todos tras haber presentado en bolas una de las ternas del Oscar.

La introducci­ón funciona como una carta de intencione­s de Farrelly, al punto que podría tratarse del inicio de una de sus películas de antaño. Allí se ve a tres chicos de doce años con una bolsa llena de mierda que quieren hacer explotar en la casa de una familia que no da golosinas para Halloween. La broma termina con los bomberos apagando el porche incendiado y ellos, para despistar a la policía, dejando como pista falsa un calzoncill­o con el primer nombre que se les viene a la mente, Ricky Stanicky, escrito con marcador.

Stanicky no existe, pero será el chivo expiatorio de todo: si rompen algo, fue Stanicky; si no quieren ir a

algún evento, Stanicky tiene un problema que sólo ellos pueden resolver. Recurrían a él en la infancia, y siguen haciéndolo ahora, cuando ya superan los treinta y tienen parejas y responsabi­lidades. Porque Dean (Zac Efron), JT (Andrew Santino) y Wes (Jermaine Fowler) son adultos que no quieren serlo, chicos con una maldad subreptici­a atrapados en cuerpos de hombres: típicos personajes de Farrelly.

Justo cuando está por empezar el baby shower del primogénit­o de JT, Dean recibe el llamado de Stanicky –activista de las causas más nobles, hombre con mil viajes encima y hasta con un Instagram falso alimentado con fotos y videos que validan los engaños– para avisar que le resurgió el cáncer por el que ya perdió un testículo. Mientras las mujeres y el resto de la familia se quedan en casa, los amigotes parten hacia una repentina sesión de quimiotera­pia que, en realidad, es un recital de música electrónic­a en Atlantic City. Nunca se enteran que el nacimiento se adelantó un mes y medio. Acorralado­s entre la culpa y la presión de todos por conocer de una buena vez al amigo misterioso, los muchachos, lejos de blanquear, redoblan la apuesta contratand­o a un actor de mala muerte para que “haga” de Ricky en la ceremonia de circuncisi­ón del bebé.

El actor se llama Rod (Cena) y se gana la vida con shows musicales patéticos en Atlantic City en los que hace covers de clásicos, aunque adaptando las letras (algunas de manera notable) para que hablen de la masturbaci­ón. Comienza así la parte más jugosa de un film que encuentra sus puntos más altos cuando confía en la gracia de Cena y en la irreverenc­ia que le aporta a su Ricky. Como cuando conoce al jefe de JT y Dean (William H. Macy), que aspira a modernizar su empresa y queda prendado de la honestidad del cuarto mosquetero. Un cuarto mosquetero que terminará siendo una mosca omnipresen­te en la vida de sus falsos amigos, enredando aún más la situación. Farrelly también se enreda estirando el relato mucho más de lo necesario, pero sigue teniendo la mira afinada para imaginar mil chistes motorizado­s por la estupidez.

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John Cena se luce.

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