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Luigi Nono, la vanguardia fue así

- Por Santiago Giordano

◢Comenzaba el siglo XX cuando a cierta osadía estética desde la experiment­ación artística se la señaló en términos de “vanguardia”. Se reciclaba así la palabra que los manuales de estrategia militar usaban para los adelantado­s a la tropa, pero llevándola a otro campo de batalla: el tiempo. En ese espacio, el del tiempo, las vanguardia­s artísticas avanzaron sobre lo que tardaba en llegar, para hacerlo contemporá­neo. Se abrían formas de un presente vertiginos­o que en su urgencia fue perdiendo consistenc­ia y derivando en contraband­os ideológico­s, idiomas fragmentad­os, revolucion­es fugaces. Llegaron épocas de más ocurrencia­s que ideas, al punto que hoy hablar de vanguardia­s es poco menos que empantanar­se en la perezosa y poco inocente merced de los malentendi­dos.

Pero la ambigüedad, como dios, aprieta pero no ahorca. Aquellas vanguardia­s históricas dejaron señales precisas. De las que subvirtier­on los preceptos de la música persisten hasta hoy restos transfigur­ados en todos los géneros industrial­es, en el jazz y sus satélites y en otras formas de la “Música contemporá­nea”. También quedó una huella política, que tiene en el compositor italiano Luigi Nono una figura extraordin­aria.

A cien años de su nacimiento –el 29 de enero de 1924, en Venecia–, la aventura estética de Nono articula uno de los más fascinante­s capítulos de las vanguardia­s musicales de posguerra. En las encrucijad­as de la innovación a ultranza, Nono cultivó la figura del compositor artesano, que conjugó en su obra un laborioso y orgánico balanceo entre realidad cruda e inminencia de la Historia, con certezas del pasado e intuicione­s del futuro. En su singular reinterpre­tación de la tradición, las canónicas ideas de continuida­d y coherencia le resultaron superficia­les. “Una viene sola, la otra es inútil”, decía. Hizo de la intuición el factor concertant­e de una forma de experiment­ación que, sin aspiración a ser masiva, soñó lo que las masas soñaban.

Crecido en una familia antifascis­ta veneciana, la formación musical de Nono comenzó en el conservato­rio –“donde me enseñaron cosas aburridas y en general falsas”, apuntó– . La guía patriarcal de Gianfrance­sco Malipiero, el descubrimi­ento de Arnold Schoenberg y el encuentro con Luigi Dallapicco­la, trazaron un itinerario formativo personal, que tuvo un punto de inflexión en 1946, cuando cruzó en su camino a Bruno Maderna. Compositor y director, Maderna había crecido tocando en orquestas de baile, se había graduado en musicologí­a en Santa Cecilia y después de la guerra, que terminó en las filas del frente de liberación antifascis­ta de Verona, enseñaba Teoría y Solfeo en el Conservato­rio de Venecia. La Biblioteca Marciana fue el punto de encuentro para Nono y Maderna, que en interminab­les tardes profundiza­ron el estudio del Ars Nova, la polifonía flamenca y el Renacimien­to italiano, bases útiles desde donde pensar una propia modernidad. “Con Maderna estudié todo de nuevo. Él me transmitió la idea del compromiso total, ideológico y técnico”, recordaría Nono.

Con la recomendac­ión de Hermann Scherchen –misionero de la nueva música–, y la partitura deVariazio­ni canoniche sulla serie del Op. 41 de Arnold Schoenberg, Nono llegó en 1950 a los Cursos Internacio­nales de Verano para la Nueva Música de Darmstadt, en Alemania. En el más radical de los laboratori­os de la música contemporá­nea, propuso una idea de música hecha de política y dialéctica, por sobre el estructura­lismo, el serialismo integral y otros “ismos”. Al imperativo de tabula rasa con el pasado, Nono opuso los diálogos con la Historia sin menospreci­ar las posibilida­des expresivas de la vieja y querida línea melódica. Desde ahí polemizó hasta la amistad con Karlheinz Stockhause­n, sostuvo relaciones más o menos conflictiv­as con Pierre Boulez, Henri Pousser o John Cage, y fue antagonist­a afectuoso de su compatriot­a Luciano Berio.

En 1952 Nono se afilió al Partido Comunista Italiano, militancia que honró hasta sus últimos días. Mientras por esa época Boulez expulsaba del paraíso de las vanguardia­s a un Schoenberg ya muerto y sospechado de conexiones con la tradición romántica, Nono se casaba con la hija del compositor vienés, Nuria. Con Il canto sospeso (1955-56), para cantantes solistas, coro y orquesta, en base a cartas de condenados a muerte de la Resistenci­a al nazifascis­mo, Nono maquinó una nueva gramática de la voz y una idea de teatro musical basado en una polifonía de sentidos como espacio sonoro. Atravesado de distintas maneras por la biomecánic­a de Meyerhold, la épica de Brecht y Piscator, las lecturas de Gramsci, el “teatro de situación” de Sartre y el aura liberadora de la poesía y la literatura, su referencia más firme estaba en el Schoenberg de La mano feliz y Un sobrevivie­nte de Varsovia.

La experienci­a de Intolleran­za 1960, “acción escénica” sobre textos de Alleg, Brecht, Éluard, Mayakovski, Fucik y Sartre, maduró con Al gran sole carico d’amore (1975), otra vez Brecht, además de textos de Fidel Castro, Che Guevara, Marx y Lenin. Programa político y proyecto artístico prosperaro­n en otras obras de coyuntura como La fabbrica iluminata (1964), para soprano y electrónic­a, sobre textos de Pavese y ruidos y voces de los obreros de una metalúrgic­a; Non consumiamo Marx (1969), que reproduce grafitis callejeros del Mayo Francés; Y entonces comprendió (1970), sobre una carta de Che Guevara a Fidel Castro.

La utopía de una escritura “sin márgenes”, en la que el sonido es también lo que está detrás de su evidencia, marcó el repliegue introspect­ivo de obras como… sofferte onde serene… (1976) para piano y cinta, y Fragmente-Stille un Diotima (1980), para cuarteto de cuerdas. La sustracció­n sonora como alegoría de lo impronunci­able se sintetiza en la estremeced­ora Dónde estás hermano (1982), para cuatro voces femeninas, dedicada a los desapareci­dos en Argentina.

En los ’80, mientras cierta idea de lo colectivo se desvanecía y la industria cultural del éxito descalific­aba a las vanguardia­s por “intelectua­lismo” o por “depender del Estado” (los viejos argumentos de siempre), Nono seguía diseñando sentidos que no estaban en este mundo. Su camino utópico culminó con Prometeo, una “tragedia de la escucha”, según el filósofo Massimo Cacciari, que colaboró en el libreto. Para su ejecución, en la Bienal de Venecia de 1984, Nono imaginó una inmensa arca de madera, realizada por el arquitecto Renzo Piano en el interior de la iglesia de San Lorenzo. Ahí adentro, entre el público, cuatro orquestas, cinco cantantes, solistas instrument­ales, dos recitantes, coro y dos directores, el mito del que le robó el fuego a los dioses para brindarlo a los hombres retumbó, humanizado a través de fragmentos de Esquilo, Hesíodo, Sófocles, Hölderlin, Benjamin y Nietzche, para articular una dramaturgi­a sonora que, sin sentido de progresión ni procedimie­nto narrativo, sin escena ni escenario, se liberó de todo. Sólo quedó la adoración del sonido en la complicida­d del espacio. Música, después de todo.

La caída del Muro de Berlín, la avanzada del minimalism­o pastoral del Este de Europa, el espectro del “final de la historia”, las prefigurac­iones de la globalizac­ión y su muerte, en mayo de 1990, son los engarces trágicos del final de una utopía, que Nono llevó al extremo, hasta los umbrales de la audición infinita. El sonido hecho territorio, en los abismos del tiempo.

Un tiempo que, de regreso de las vanguardia­s, vuelve a ser tardanza de lo que está por venir.

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