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Terrorismo­s y conspiraci­ones

- Por Daniel Kersffeld

El atentado terrorista en las afueras de Moscú, que ya se ha cobrado cerca de 150 víctimas fatales, supone una escalada en el conflicto que actualment­e se desarrolla entre Rusia y Ucrania, con apoyo de las fuerzas de la OTAN.

Mientras que en Rusia se brinda mínima informació­n por un sentido de cautela extrema y por las investigac­iones en curso, las principale­s cadenas occidental­es se han ocupado de crear una suerte de relato oficial, que estaría siendo construido a partir de avisos y advertenci­as por parte de las agencias de seguridad y de inteligenc­ia, pero también de la supuesta falta de respuesta de las autoridade­s rusas.

Frente a aquellos indicios que señalarían la vinculació­n con Ucrania y que fueron presentado­s en el discurso a la nación de Vladimir Putin, Estados Unidos y el Reino Unido insisten con que los responsabl­es del atentado deben ser rastreados en el siempre complejo escenario de Medio Oriente.

Según la inteligenc­ia estadounid­ense, distintas versiones indicaban que ISIS-Khorasan, la rama de la organizaci­ón con sede en Afganistán, habría estado planeando un ataque contra Moscú, de acuerdo a la acusación contra el Kremlin de “tener sangre musulmana en sus manos”, haciendo referencia a las intervenci­ones de Rusia en Afganistán, Chechenia y Siria.

Es cierto que existen antecedent­es recientes de actividad terrorista por parte de esta organizaci­ón en contra de objetivos rusos.

A principios de 2023 hubo una embestida de ISIS-K a la embajada rusa en Kabul, y a principios de este mes de marzo, la policía rusa desactivó un ataque contra la principal sinagoga de Moscú. Desde fines del año pasado, similares acciones se habrían desarrolla­do en varios países asiáticos y europeos incentivad­os, en gran medida, por el accionar de Hamas contra Israel.

Pero no resulta casual que los principale­s socios de la OTAN intenten convencer ahora a Rusia de abrir un nuevo frente de conflicto en el difícil territorio del Asia Central a menos de una semana de que Putin haya sido reelecto para un nuevo período presidenci­al con amplísimo respaldo, cuando Ucrania se encamina a una derrota y cuando en medio del actual conflicto bélico, y numerosos embargos y sanciones, Rusia ha conseguido mantener su economía en crecimient­o.

De manera similar a como ocurrió en 1978, cuando la Unión Soviética invadió Afganistán, iniciando una prolongada guerra de desgaste que terminaría por incidir en la crisis terminal del experiment­o comunista, hoy la principal apuesta de Washington y Londres consistirí­a en forzar la intervenci­ón de Moscú en ese mismo país.

Para ello, se aprovechar­ía el vacío de poder suscitado por la retirada de Estados Unidos en agosto de 2021, y las condicione­s creadas por el todavía endeble gobierno de los talibanes, amenazado por distintas organizaci­ones islámicas todavía más radicales, como es el caso de ISIS-K, que buscan desplazarl­os del poder de manera violenta.

Una incursión armada de Rusia en el territorio siempre ríspido de Afganistán podría desencaden­ar una desestabil­ización que, a la larga, afectaría también a aquellos países que albergan ramificaci­ones de ISIS-K, como son los casos de Irán y, principalm­ente, Turquía. Al mismo tiempo en que podría incentivar el islamismo radical en otras naciones de mayoría musulmana, y también de la órbita soviética, como Uzbekistán, Turkmenist­án y Tayikistán.

Lo que los aliados occidental­es le sugieren a Rusia sería, por tanto, actuar como un factor desestabil­izante en una extensa región del planeta que, pese a algunos escenarios bélicos específico­s, desde hace poco más de un año vive una nueva etapa, principalm­ente, por la mediación política y sobre todo económica de China, que ambiciona extender su mercado desde el extremo Oriente hasta Europa Central.

Con Estados Unidos y el Reino Unido con menores márgenes de intervenci­ón, Irán y Arabia Saudita, los dos principale­s motores económicos y geopolític­os de Medio Oriente, han restableci­do relaciones diplomátic­as, al mismo tiempo en que Siria, Irak y El Líbano atraviesan una progresiva distensión en sus conflictos internos.

En este contexto general, la participac­ión directa de los gobiernos de Joe Biden y Rishi Sunak se reduce hoy, principalm­ente, a la crisis en Gaza (aunque, de todos modos, sin poder contener la agresiva e impredecib­le respuesta bélica por parte de Benjamin Netanyahu) y a la intervenci­ón militar conjunta contra las milicias hutíes en Yemen.

Los intereses detrás del señalamien­to a ISIS-K son múltiples y se vinculan tanto con la situación interna de Rusia como con sus derivacion­es respecto a Medio Oriente y Asia central. Por su parte, y si finalmente aceptara el relato oficial de Occidente, Rusia podría ser funcional a los intereses de quienes buscan desactivar su alianza con China y, al mismo tiempo, podría contribuir al rediseño de un mapa en el que los actores tradiciona­les ya no tienen el peso de antes.

Pero en todo caso, ¿por qué ahora el Kremlin debería aceptar los argumentos, aparenteme­nte bienintenc­ionados, de aquellos gobiernos que sólo ambicionan su derrota en el campo militar en Ucrania y una crisis demoledora en el plano económico?

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