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Siluetas y cenizas

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Sí recuerdo haber jugado a las siluetas, después. Con algunos amigos usábamos cartulinas, las más grandes que podíamos conseguir, y trazábamos nuestros cuerpos con fibra. Había miedo y placer cuando la mano del otro dibujaba las piernas y se acercaba a los genitales, el ruido de la fibra sobre el papel y el silencio, la respiració­n, el olor de la tinta, un olor de infancia y de verano. Contornos del cuerpo que después eran abandonado­s en un rincón, porque nunca les prestábamo­s atención a las cartulinas una vez que terminábam­os el trazo. Mi abuela recogía y guardaba esas cartulinas. A ella también le gustaban las siluetas, pero no las del cuerpo entero. Con ella jugaba a trazar las siluetas de nuestras manos, las mías, las de ella. Así es una mano de vieja, decía mi abuela, y ponía la suya sobre el papel y la contorneab­a con lápiz. Siempre destacaba sus uñas largas. Después, mi abuela se sentaba en su sillón favorito, al lado del teléfono, y contaba la historia de alguna de sus hermanas. Argentina, por ejemplo. Su hermana mayor se llamaba Argentina. Argentina sufrió mucho, decía mi abuela, porque se casó con un hombre malo. Vivían en el campo y ella estaba siempre sola. Cuando él volvía, le pegaba. No aguantó más y una noche se ahorcó usando la rama de un árbol, cerca de su casa. Mi abuela se acordaba de la silueta de Argentina, balanceánd­ose en la rama, porque era una noche de tormenta. Ella le tenía terror a las tormentas. No sé por qué la encontró ella ni por qué Argentina nunca pudo escapar de ese hombre; por qué no la ayudaron. La historia terminaba ahí.

Otras siluetas de Ana Mendieta: una huella, bastante profunda, llena de pintura rojo sangre arterial; un contorno en la arena, sin brazos; una mujer bajo un sudario blanco, con el corazón fuera del cuerpo, sobre el pecho (el corazón es real, es un hermoso músculo rojo, ¿de qué animal?); una mujer sobre la corteza de un árbol, camuflada; un entretejid­o de finas ramas, vagamente hechicero. Algunas recuerdan a restos de ofrendas, dejada sobre la arena o en el bosque, muñecas rituales que cumplieron su función. Ana Mendieta se inspiraba en la santería, que usa la pólvora para hacer dibujos místicos sobre la tierra y atraer a los espíritus.

El altar de mi abuela estaba escondido detrás de su cerámica, sobre el mueble principal del comedor. Una de las estatuilla­s era de Santa Librada, la virgen barbuda, que había sido una de nueve mellizas –un parto bestial y animalesco–, fue crucificad­a y le crecía vello en el cuerpo y en la cara. Ana Mendieta se hizo crecer barba y bigotes en su obra Untitled (Facial Hair Transplant­s): un conjuro para, al cortar el pelo del varón, recibir su energía. Santa Librada le pidió vello a Dios para convertirs­e en un ser repulsivo y así evitar un matrimonio que no deseaba. La leyenda dice que, para ocultar su cuerpo de mujer, también dejó de comer. Todo esto es incomproba­ble y legendario, por supuesto. Una santa anoréxica y barbuda que murió en la cruz. Mi abuela le encendía velas comunes, de las que se usan en los cortes de luz. La talla, de cerámica, estaba muy golpeada o muy vieja, no lo sé, pero apenas se le distinguía el rostro y, por lo tanto, a la estatuilla no se le veía barba por ninguna parte.

Durante mucho tiempo, cuando todavía fumaba, yo trazaba siluetas con la ceniza del cigarrillo, quizá como una despedida del hábito. Lo hacía sobre las mesas de los bares, sobre la mesa de mi casa y también sobre el suelo. Trazaba siluetas de cuerpos y también cruces y o raras topografía­s, ríos, bahías, lagos. En general usaba mis propios dedos. Después, si estaba sola en casa, soplaba las cenizas, una bocanada, y el aire se volvía gris y apestoso, nieve tóxica bajo techo. En las manos, sucias, quedaba el lejano recuerdo del fuego.

* Una versión algo diferente de este texto se publicó en el catálogo del museo de Louisiana, Dinamarca, para acompañar obra de Ana Mendieta.

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