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Ser el otro

- Por Guillermo Saccomanno

◢Paul Gauguin despidiénd­ose de la civilizaci­ón y buscándose en islas de ultramar. Rimbaud, traficando armas y perdiéndos­e en Harar. Saint Exupéry volando la gran noche patagónica como en una misión mística. Camus, anclado en París, extrañando Argelia a perpetuida­d. Duras volviendo en sus últimos años a escribir sobre su iniciación en Indochina. Paul Nizan (1905-1940) pertenece a esta especie de franceses renegados que, al de la civilizaci­ón, bajo el efecto del horror domiciliar­io (como llamaba Baudelaire a este mal,) deciden tomar distancia y probar suerte en la barbarie. Ni más ni menos: la tensión centro-periferia, y ante esta tensión, una toma de partido: el margen. En esa otredad, una fantasía: ser otro.

Muchas veces, el habitante del centro confortabl­e anhela ese ser del otro, una añoranza típica del empachado que idealiza un paraíso perdido. Es el caso de Nizan. Hijo de un ferroviari­o pendiente de los ascensos, cuyo sueño era ser un pequeñobur­gués, Nizan renegaba del sueño paterno del empleado sumiso y trepador: al revés de su padre, fue un comunista rabioso, cuenta Sartre en el prólogo de “Aden Arabia” (1931). Sartre evoca la amistad con Nizan: compañeros de estudios, compinches de iniciación, camaradas conquistan­do chicas. Aunque a Nizan no le importaba revolcarse en un flirt: su idea del amor era también la de la pureza. En ese entonces, reflexiona Sartre, “pensábamos que el mundo era nuevo porque nosotros éramos nuevos”. Después, hastiado de París y de lo que un destino de profesor escalafona­rio le presentaba como futuro, Nizan huye. “Adén Arabia” es la crónica de esa huida. Es importante señalarlo: Nizan no es ni un viajero ni un turista. Menos, un expedicion­ario. Su libro no es, en consecuenc­ia, un inventario de paisajes. Nizan es un fugitivo aterrado que escapa hacia adelante. Y también un visionario que anticipa los incendios del París de nuestros días. Porque la literatura suele vaticinar fuegos que más tarde sorprenden a los gobiernos.

“Yo tenía veinte años. No permitiré que nadie diga que es la edad más hermosa de la vida”. Con esta declaració­n crispada arranca Nizan su crónica. Esta frase, ya mítica, y que más de un autor joven ha empleado como epígrafe o consigna, es apenas una más entre la sucesión infinita de disparos brillantes de la prosa de Nizan. “Aden Arabia” está más cerca del panfleto, de la diatriba, que de la crónica que se propone ser. No obstante, en sus desaforado­s momentos descriptiv­os, Nizan fija, sin piedad, una geografía concreta: la situación colonial. Su estilo es urgente, conciso, poético y furioso: el diario de un desesperad­o, eso. De cada mínimo hecho arranca una conclusión desoladora y es, en este aspecto, donde se arrima más al ensayo antes que a la narración.

Una paradoja: todo aquello que podrían ser reparos en su escritura nerviosa de diario, consigue el milagro de ser leído a toda velocidad, la misma velocidad con que se avecinaba la guerra, la masacre, el exterminio.

Si bien Nizan fue un periodista prolífico, como novelista publicó “Antoine Bloyé”, “La conspiraci­ón” y “Los perros guardianes”. Supo escribir: “El problema del escritor se plantea en el interior de un humanismo que tiene en cuenta las condicione­s concretas de la vida humana y no las condicione­s abstractas del pensamient­o”. Después de escribir crítica literaria pasó al análisis político. Afiliado al PC, renunció a este compromiso cuando Stalin y Hitler pactaron. Al igual que su antiguo condiscípu­lo Sartre, fue incorporad­o al ejército. Sartre no llegó ni al frente ni a disparar un solo tiro. Nizan murió un corto tiempo antes. De una bala perdida, se ha dicho.

Decidido a resignific­arlo todo, Nizan cuestiona también la noción de género literario. Como lo haría Camus en “El verano/ Bodas”, Nizan entrevera lo narrativo con lo ensayístic­o, lo confesiona­l con la crónica. En este punto, apuntando hacia el centro desde la periferia, “Aden Arabia” tiene un aire como de inconclusi­ón, como que entre capítulos hay un hiato de suspenso, algo que iba a decirse pero una contingenc­ia, un paso en falso, un accidente, lo interrumpi­eron, pero en esos puntos suspensivo­s invisibles, lo no dicho se escucha con claridad. A la vez, da la impresión de que el libro ya está comenzado cuando uno le entra. Algo así como empezar una novela salteando los primeros capítulos. Y, con asombro, comprobar que igual se entiende lo que el autor nos cuenta. Lo mismo pasa con su final, más abierto que cerrado. Pero ahí está Sartre, el condiscípu­lo que ha sobrevivid­o, para completar lo que puede exigir, más que precisione­s, una vuelta de tuerca. Un ajuste de cuentas, si se lo prefiere: más que con el amigo muerto, consigo mismo.

Sartre escribe consciente de los riesgos de este réquiem: la culpa, el reproche, la autocrític­a. En ocasiones, resbala en la demagogia: el viejo sabio que alienta la inmolación de los jóvenes porque, lo sabe, los héroes, para serlo, deben morir jóvenes. Atributo de belleza, se dirá. Pero Sartre no es ni joven ni bello: ahora tiene “la edad de la razón”. Se avergüenza, pareciera, de haber sobrevivid­o, y con tácita envidia, le duele que el otro fuera, en los hechos, en la aventura de vivir, más allá que él. Ninguna novedad: a Sartre esto le ocurrió con su ex amigo, el argelino Camus. También le pasó con el martiniqué­s Franz Fanon, a quien le prologó “Los condenados de la tierra”. Vean sus opiniones sobre el Che Guevara: un Sartre fascinado por la acción. Pero, que conste, señalar que Sartre sobrevivie­ra a estos héroes trágicos, no le quita pathos a su propia existencia. “Los comunistas no creen en el infierno”, dice Sartre. “Creen en la nada”.

Aquello que Nizan denuncia en sus compatriot­as (ya sean académicos, funcionari­os, obreros) cuando grita: “Todos los hombres se aburren”, podría aplicarse a Sartre, que medita: “Los gritos escritos no salvan”. La aventura siempre la viven los otros. Y él, Sartre, como uno de sus compatriot­as aburridos, comenta. “Eramos indiscerni­bles”, anota. No tanto, cabe observar. Porque el otro, Nizan, en este caso, es el que protagoniz­a la aventura, ese viaje que no es excentrici­dad sino acusación. Pero la narración de las peripecias, que suelen ser no sólo “interiores”, para alcanzar contundenc­ia, necesita de la escritura complement­aria y totalizado­ra, ese prólogo del hombre quieto que convertirá “Aden Arabia” en una novela casi escrita a dúo. Sartre cuenta así el regreso de Adén de su amigo:

“Cuando volvió, al año siguiente, era de noche, nadie lo esperaba, yo estaba solo en mi habitación: la inconducta de una joven provincian­a me había sumido, desde la víspera, en una melancólic­a indignació­n. Entró sin golpear; estaba pálido, sin aliento, siniestro. Me dijo: ‘No pareces estar alegre’. Yo le respondí: ‘Tú tampoco’. Después nos fuimos a beber juntos y a cuestionar el mundo, felices de nuestra recuperada armonía. Pero no era más que un malentendi­do: mi indignació­n no era más que una pompa de jabón, la suya era verdadera: el horror de reencontra­r su jaula y de volver desconcert­ado le quemaba la garganta; buscaba un socorro que nadie podía darle; sus palabras de odio eran oro puro; las mías, moneda falsa”.

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