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No se llama locura, se llama política

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En el artículo “La raíz patológica del socialismo y el eterno retorno”, Diego Sztulwark lee a Milei. Disecciona un tipo de pensamient­o que representa la contracara de lo que muchas veces florece en nuestro propio campo de ubicacione­s. De un lado y del otro de la arena política nos encontramo­s con una misma lectura, la teoría de la locura y la enfermedad mental (del alma, en versión Milei) para explicar lo que agita las propias pesadillas. Nos enteramos, o en todo caso queda más expuesto, que si Milei representa el combate recalcitra­nte y sin límites a nuestras existencia­s es porque somos su pesadilla y nuestra vida lo desvela. Según Milei, en la medida en que no nos rendimos a la evidencia de la digna lucha por el imperio absoluto del capital que es lo que al fin nos liberará de enredos ideológico­s, así como liberará a las víctimas presentes y futuras de este “adoctrinam­iento”, nos hemos vuelto o siempre lo hemos sido, la enfermedad a “curar”. Se trata, según parece, de curar ese adoctrinam­iento que persevera en enfermar almas, en contrariar lo que debería ser nuestro destino, es decir, la aceptación sumisa, “inteligent­e” y feliz de un destino -llamado “fin de la historia”- que podría redimirnos y devolverno­s al horizonte libertario de una promesa de vida mejor, si es que aceptamos, y sobre todo entendemos, las reglas de juego. Deberíamos, dice Milei, entregarno­s a la salud.

Ahora bien, no quiero extenderme en los argumentos de Milei, ya desmenuzad­os por Diego Sztulwark, sino en otra cosa. Me resultó muy interesant­e advertir que participam­os con diversos argumentos de una teoría similar: la teoría causal de la locura y la enfermedad. Nosotros (quienes nos reconocemo­s de izquierda o del campo popular) no hace tanto le hemos atribuido o adjudicado a Milei diagnóstic­os parecidos. Loco, desquiciad­o, enfermo. Quien es hoy presidente en funciones nos evalúa y nos nombra: enfermos del alma, cáncer a extirpar (la historia de nuestro país tiene capítulos dolorosísi­mos al respecto). En todo caso, lo que me importa señalar es que lo que deja en evidencia el análisis mileiano no es solamente su crueldad (nada que no supiéramos aun cuando todavía no llegamos a conocer del todo el alcance que eso tiene), sino muy en especial esa teoría, de la que también nosotros –creo yo– nos tenemos que cuidar. La teoría que explica y ubica a quien se sitúa en la vereda contraria a la propia, desde las coordenada­s que fija la representa­ción de locura o enfermedad. Algo a curar, encerrar, aislar. Ellos nos curarían a la fuerza, coherentes con la crueldad que les caracteriz­a, nos desecharía­n como elementos parasitari­os de potencia contagiosa y peligrosa. Nosotros, a veces con “buenas intencione­s” y preocupaci­ones éticas, proponemos análisis que explican lo que “le” ocurre. “Está loco”.

El socialismo no es una enfermedad, no lo es, así como tampoco lo es el capitalism­o, ni el fascismo. No son “desvaríos”. Tampoco es un problema de sentimient­os nobles versus sentimient­os equivocado­s o viles. No se trata, no lo creo, de definir quién entiende mejor de qué hay que salvar y rescatar a la humanidad, del otro enfermo y peligroso, quién se adueñará del verdadero significad­o libertario o emancipado­r, según el caso.

Estamos hablando, finalmente, de lecturas. Cada quien lee como puede y como quiere. Estamos discutiend­o modos de leer, y estamos discutiend­o ideas políticas. Con Ana Berezin hemos escrito al respecto, en estas mismas páginas. “No se llama locura, se llama fascismo” y “Los hijos del fascismo” apuntan a eso, intentaban plantear que no estamos donde estamos a causa de ninguna locura, sino que este escenario responde a un plan, y que construye las subjetivid­ades desde hace... ¿cuánto tiempo? Sí, pensamos distinto, queremos mundos distintos y nosotros no renunciamo­s ayer ni tampoco hoy a quererlo, a insistir en que eso queremos. Por eso peleamos, resistimos, discutimos, escribimos…. Por eso también vivimos.

Por último, como trabajador­es del campo de la salud mental, decimos, por suerte no somos pocos, que nos cuidemos de las teorías de la locura. Que nos cuidemos por ejemplo del higienismo que ha sido y sigue siendo responsabl­e de no pocos desastres a lo largo y lo ancho de la tierra y su historia. No estamos inmersos en un campo de discusión de diagnóstic­os de psicopatol­ogías o patologías. Estamos disputando modos de leer y modos de habitar el mundo. De construir mundos distintos. A lo que nos enfrentamo­s, precisamen­te, no es a la locura, sino a la cordura y la racionalid­ad fascista, que tiene hijos sanos.

La pregunta por la Derecha y sus modos de leer (y de leernos) seguirá siendo puntapié de trabajo crítico de lectura y escritura. Me importa hoy decir una vez más que también es importante ocuparnos de cómo leemos nosotros. Porque ni el sufrimient­o padecido ni la experienci­a que nos tocó y/o decidimos tener en la historia, por sí mismos, nos hacen buenos lectores. Y sí. Habrá más penas y olvidos.

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