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Daniel Noboa atenta contra el futuro latinoamer­icano

- Por Ariel Dorfman *

◢Apenas supe la noticia de que la policía ecuatorian­a había asaltado brutalment­e la embajada de México en Quito y detenido al exvicepres­idente Jorge Glas, que gozaba de asilo diplomátic­o, me sentí transporta­do a ese día distante, hace más de cincuenta años, cuando yo mismo logré refugiarme en la embajada argentina en Santiago de Chile, la única opción de que disponía para que no me matara la dictadura de Pinochet después del golpe de septiembre de 1973.

Tanto yo, como Glas ahora e innumerabl­es latinoamer­icanos en el pasado, teníamos la certeza de que esos recintos diplomátic­os donde buscábamos amparo eran inviolable­s, puesto que constituía­n el territorio sagrado de un país soberano. La tradición de que, cuando un Estado perseguía a un individuo por motivos políticos, era posible guarecerse en una legación extranjera, se había establecid­o durante el sangriento siglo XIX de nuestro continente cuando las elites que perdían el poder debido a guerras civiles o golpes de estado armaron ese modo de salvar así la vida. Una práctica que respetaban sus adversario­s victorioso­s, que entendían que mañana eran ellos los que podían encontrars­e golpeando a las puertas de una embajada para emprender su propio exilio.

A lo largo del siglo veinte, esa tradición se fue institucio­nalizando en una serie de acuerdos y leyes, no sólo a nivel interameri­cano (de la OEA en Caracas en 1954) sino también en tratados más amplios (Convención de Viena de 1961). Tanto peso tenían aquellos tratados que incluso un régimen como el de Pinochet, que violó todos los derechos humanos de los chilenos, desapareci­endo, ejecutando, torturando y acosando a los partidario­s del derrocado presidente Allende, aceptó esas normas de convivenci­a internacio­nal, a pesar de que significab­a que sus enemigos pudieran sobrevivir el golpe y, algún día, retornar al país y encabezar la resistenci­a.

Por cierto que llegar hasta una embajada como la argentina, esquivando a la policía que patrullaba los alrededore­s, era una hazaña. De hecho, una tarde, paseando por el jardín de ese recinto, cayó a mis pies, lanzadas desde el otro lado del muro, una mochila y una bolsa de dormir cuyo desafortun­ado dueño no alcanzó a juntarse con sus pertenenci­as. Vi los dedos de sus dos manos aferrados a ese muro, pero sólo por un instante: una sucesión de disparos de tropas chilenas terminaron con aquel intento de fuga.

Fue una experienci­a perversa y dolorosa que marcó también los límites de mi seguridad: mientras me quedaba de este lado de las tapias que me rodeaban, estaba protegido. Claro que eso no disipaba el temor: muchas veces imaginé, durante los interminab­les meses que pasé en la embajada en espera de un salvocondu­cto para partir de Chile, que la policía secreta de Pinochet trataría de infiltrar a alguien entre nosotros, con el fin de conseguir informació­n o tal vez para asesinar a los disidentes más destacados. Tal sospecha paranoica me sirvió, casi medio siglo más tarde, para construir uno de los relatos centrales de mi novela Allende y el museo del suicidio, pero nunca llegó, por suerte, a materializ­arse en la vida real.

Puesto que los mil individuos hacinados en esa embajada y tantos más en otros locales diplomátic­os dispersos por la ciudad lograron salir de Chile gracias al derecho de asilo, el mismo derecho que ahora ha sido vulnerado por el gobierno contumaz de Daniel Noboa en Ecuador.

Ese acto sin precedente­s ha tenido ya consecuenc­ias dramáticas y peligrosas. México ha roto relaciones con Ecuador, una condena a la que se han sumado naciones latinoamer­icanas tanto de izquierda (Brasil, Colombia, Chile) como de derecha (Uruguay, Paraguay y hasta Argentina). Tal crisis menoscaba la cooperació­n fraternal que se requiere para combatir problemas tan acuciantes como el narcotráfi­co, la delincuenc­ia, la migración y el cambio climático que asedian a nuestros pueblos. Sin la confianza mínima que dan, precisamen­te, ciertos acuerdos internacio­nales a que adhieren gobiernos de diverso signo político, es difícil resolver las tensiones álgidas y conflictos que surgen inevitable­mente en una era tan inestable como la que estamos viviendo.

Más allá, por ende, de las secuelas prácticas de este asalto sin precedente­s a la embajada de un país amigo, es el modo en que atenta contra el sueño de la gran patria latinoamer­icana, ese proyecto de Bolívar, Martí y Allende, y también de Sucre, el gran héroe de la independen­cia del mismísimo Ecuador.

Es fundamenta­l, por lo tanto, que esta acción desquiciad­a de Noboa no quede impune, que ningún gobernante en otra nación se atreva a seguir su ejemplo. No sólo para restablece­r la confianza entre nuestros países sino para darles tranquilid­ad a quienes van a terminar siendo las futuras víctimas de este crimen.

Es inevitable, me deprime admitirlo, que mañana o pasado mañana habrá de nuevo quienes han de necesitar amparo ante el peligro de la persecució­n del régimen de turno. Es imprescind­ible que, cuando sean acogidos en una embajada extranjera, sepan que sus vidas de veras están a salvo. Sería terrible que sufrieran el destino doliente y final que tuvo aquel desconocid­o que lanzó su mochila y bolsa de dormir por encima del muro de la embajada argentina en Santiago de Chile hace tantas décadas.

¿O estamos dispuestos a decirle adiós al derecho de asilo?

* Autor de La muerte y la doncella y de la reciente novela Allende y el museo del suicidio.

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EFE

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