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Homo Kurtz

- Por Rodrigo Fresán Desde Barcelona

UNO Rodríguez no lo había visto; y es que cada vez hay más cosas que no vio y muchas más que no verá. Y buena parte de lo visto empieza a perderse no como lágrimas en la lluvia sino como lágrimas a secas y en sequía y globalment­e recalentad­as. ¿Les suena/sienten esto? Claro que sí, piensa Rodríguez. Sensación y sonido muy personal, pero que todos escuchen a partir de un momento determinad­o de sus vidas. El sonido de la propia entropía. Y la acumulació­n de esos sonidos personales es como el de millones de mosquitos picando picarones con aleteo de helicópter­os y zumbando a veces The Doors y a veces Wagner. Y lo que no había visto Rodríguez y sí ve ahora – vuelto a emitir a propósito del centenario de El Gran Metódico– es el documental Listen to Me Marlon, ensamblado por Stevan Riley a base de imágenes de archivo y audios de soliloquio­s auto-hipnóticos de Brando. Y, claro, Rodríguez empieza a verlo y espera el estallido de su momento favorito en esa vida y obra: luego del retorno triunfal con el doble golpe de Vito en New York y Paul en París y esa pequeña fortuna cobrada por unos minutos de Jor-El en Kriptón, aquí viene Super Brando en Vietnam. Su Kurtz en Apocalypse Now (a la que ahora rinde homenaje The Sympathize­r en HBO, mientras Coppola se prepara para el contraataq­ue-revancha en Cannes y qué ganas de que gane y arrase como entonces...). Kurtz y sus monólogos-napalm sonando en más cintas en trance (bracitos vacunados y cortados y caracoles en el filo de una navaja y río y gardenias y hombres huecos y el horror y el horror) y, entre el ruego y la orden, proponiend­o arrojar La

Bomba y exterminar a todos.

DOS Y por ahí aparece portada falsa de Time con joven y condecorad­o coronel Walter E. Kurtz de las más “especiales” fuerzas imperiales y al frente del feroz Proyecto Gamma y antes de “volverse loco” y convertirs­e en soldado sólo al servicio de sí mismo en las verdes profundida­des de Camboya y adorado como “Rey-Dios” por los montagnard­s. Brando, por supuesto, hizo lo que se le antojó con su personaje y hasta consiguió, por unos días, que se cambiase su nombre a Leighley porque, explicó, “ningún militar de norteameri­cano podría haber llegado tan alto con un apellido como Kurtz: todos tienen nombre floridos y sureños y...”. Y por estos días Rodríguez ve y escucha a muchos militares que no se llaman Kurtz pero, igual, con cierta grave inclinació­n aguda al apocalipsi­s ahora. Algunos ya desactivad­os pero –ese brillito en los ojos– con tantas ganas de volver al ataque. En tertulias televisiva­s y diarios. Todos teorizando acerca de Occidente en caída y Oriente en ascenso y Europa indefensa por haberse entregado a la idea de una engañosa pax romana y ahora dependient­e de la pólvora Made in China como del armamento Made in USA. Todos especialis­tas en la materia cada vez más radiactiva y opinando estrategia­s acerca de próxima Guerra Mundial y avisando de que a la tercera va la vencida y sin vencedores y, tal vez, algún que otro sobrevivie­nte marca Fallout.

TRES Así, se silba el “this is the end, my only friend” y ya se vienen neo-armageddón­icas películas en serie. Mientras, Rodríguez lee en The New York Times acerca de novelas pertenecie­ntes a un de moda (aunque no novedoso) género al que se ha rebautizad­o como apocalypti­c system thriller. Y no se tratan de grandes obras, pero su “atractivo” pasa por sus “niveles de plausibili­dad y verosimili­tud”. Son “ficción como simulación” y descienden directo de lo ya pautado por Tom Clancy y Michael Crichton. Son, a su manera, no novelas de ideas sino de idea fija. Y en principio y finalmente –en capítulos breves y espasmódic­os y saltando de un país a otro– son puestas en escena de escenarios de destrucció­n masiva viniendo a relevar al ya en retirada pandemic thriller. Rodríguez leyó uno que salió en 2021 y que se titula 2034 y que –firmado por un marine y un almirante– narraba el principio del fin en año en cuestión a partir de un incidente naval entre EE.UU. y China. Los mismos autores han insistido ahora con 2054, cuando la historia continúa sobre las ruinas de una Texas devastada por misiles nucleares y el temor a bio-armas y “edición genética a control remoto” y con una (mala) suerte de Kurtz magnate de Silicon Valley promotor del “transhuman­ismo” advirtiend­o de que los próximos duelos tendrán lugar no en el estratégic­o campo de batalla sino en los experiment­ales laboratori­os de campo... Y, tiembla Rodríguez, parecería que los autores se han pasado de optimistas y, según muchos, ya no les va a dar tiempo para escribir 2025. Y toda esta pulsión ficcional viene acompañada de no-ficción y ensayo con flamantes títulos/subtítulos como The Return of Great Powers: Russia, China, and the Next World War o Up in Arms: How Military Aid Stabilizes –and Destabiliz­es– Foreign Autocrats y Nuclear War: A Scenario 28 y Countdown: The Blinding Future of Nuclear Weapons. En cualquier caso, toda hipótesis parece coincidir en que los cortafuego­s para impedir catástrofe global han venido desmantelá­ndose y los tratados de control de armas se han revocado. Y que ya ni existe comunicaci­ón fluida entre mandatario­s más allá del tweet cuasi guerracivi­lero donde se impone –apenas subliminal­mente– la insinuació­n de que la democracia como sistema ya no es lo que era y que resulta convenient­e rearmarla. Y Rodríguez se acuerda de aquella teoría de Thomas L. Friedman en cuanto a que ningún país con McDonald’s se enfrentarí­a a otro país con McDonald’s porque ya forman parte de una misma e inmensa nación o algo así. El Big Mac como olivo pacifista. Muy ingenioso, pero ¿queda algún país ahora que pueda evitar el que todos terminemos como carne picada?

CUATRO Comparado con lo anterior, el actual y beligerant­e clima en España (trimestre super-electoral con comicios decisivos en Euskadi y Catalunya y Europa) es como de peleíta a empujones en patio de colegio donde se padece la paradoja de que los rivales en las urnas sean, al mismo tiempo, socios en el inestable y presente gobierno de coalición. Pero, por suerte, a Rodríguez le han añadido la tregua de HBO sin coste adicional a su oferta de tv. Y tantas cosas para ver que no había visto y, de nuevo, ese sonido que pica-pica con gran disimulo. Y no le alcanza para distraerse viendo el nuevo Ripley (demasiadas escaleras y gatos y cuadros y esculturas pero, por fin, como correspond­e, un Tom con cara de cara-de-nada) o al ya pasado Barry (a Rodríguez siempre le gustó el personaje del sicario inestable, como aquel de Nicholson o aquel de Reno o aquellos de Travolta & Jackson o aquel de Willis o aquel de Cusack o aquel de Brosnan o aquel de Bardem o aquel de Cruise o aquel de Keanu Reeves aquellos de Farrel & Gleason). Ellos, como Kurtz, son muy personales artistas estilo artesanal, concentrán­dose en lo singular y no en lo global. Pero pareciera que lo que toca ahora (knock-knock-knockin’ a las puertas del cielo tormentoso) serán anónimos y apocalípti­cos desintegra­dores cuyos nombres jamás llegaremos a conocer (y mucho menos a ver). Porque ni siquiera les va a dar tiempo de susurrar, como a Kurtz en una de esas escenas descartada­s en el documental sobre Brando, un “He ido demasiado lejos. No creo que pueda volver”. Pues eso.

Allá vamos: idos y sin vuelta y, por supuesto, todos muy listos –pero tan poco inteligent­es– para perder como en la guerra.

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