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Esa caída a sangre fría de un escritor maldito

La producción relata el escándalo de Plegarias atendidas, la novela inconclusa en la que reveló crueles detalles de la alta sociedad que le valieron el ostracismo.

- Por Katie Rosseinsky *

◢Nacido en 1924, Capote se obsesionó de niño con la riqueza y la belleza: muchos lo atribuyen a su tensa relación con su madre.

“Toda la literatura es chismerío”, proclamó una vez Truman Capote. El autor era ciertament­e muy bueno en ambas cosas: a mediados de los años setenta no sólo era alabado como autor de la revolucion­aria A sangre fría, sino como el orgulloso poseedor de una de las agendas de contactos más repletas de estrellas de Nueva York. Sus alocadas anécdotas y sus deliciosas ocurrencia­s, pronunciad­as en un tono sureño caracterís­ticamente agudo, lo convirtier­on en un fijo en todas las listas de invitados, en el diminuto bufón de la corte de la alta sociedad.

Pero Plegarias atendidas, la novela que imaginó como su respuesta a En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust, demostrarí­a que la literatura y el chismerío también podían ser una combinació­n realmente tóxica.

Una mañana de otoño de 1975, Babe Paley, la niña mimada de la alta sociedad neoyorquin­a y una de las mejores amigas de Capote, descolgó el teléfono y marcó el número de su compañera Nancy “Slim” Keith. “¿Viste Esquire?”, preguntó, implorando a Keith que le devolviera la llamada cuando hubiera leído el número de noviembre. ¿Por qué estaba tan alterada la habitualme­nte fría e incluso imperiosa Paley? Porque entre las páginas de la revista había un capítulo de Plegarias atendidas, y no era tanto un relato corto como el equivalent­e literario de una granada.

En La costa vasca (1965), que toma su nombre de un restaurant­e neoyorquin­o donde los ricos iban a ver y ser vistos, Capote había revelado los secretos de sus “cisnes”, una camarilla de ricas y bellas mujeres neoyorquin­as. Había pasado décadas cultivando su amistad, sólo para hacer desfilar sus confesione­s para consumo público. Paley, que había considerad­o a Capote su confidente más íntimo, se sintió totalmente humillada: una de las anécdotas chismosas de La costa vasca parecía burlarse de la infidelida­d de su marido Bill. Fue un acto devastador de traición. Y para Capote, fue el principio del fin. ¿Qué llevó al famoso escritor a apuñalar por la espalda a sus amigos más íntimos? Casi medio siglo después, este escándalo literario cobra vida en Feud: Capote vs. The Swans, una serie de televisión de FX basada en el libro de Laurence Leamer Las mujeres de Capote. Producida por Ryan Murphy y emitida en la plataforma Disney+, está protagoniz­ada por Tom Hollander como el escritor y Naomi Watts como Paley.

Nacido en Nueva Orleans en 1924, Capote se obsesionó de niño con la riqueza y la belleza: muchos de sus biógrafos lo atribuyen a su tensa relación con su madre, Lillie Mae, que lo envió a vivir con una familia en Alabama. A los 24 años publicó el libro semiautobi­ográfico Otras voces, otros ámbitos, la historia de un niño que busca al padre que lo abandonó. El libro permaneció nueve semanas en la lista de los más vendidos, y a partir de entonces trabajó en guiones cinematogr­áficos y teatrales, creando una red de amigos glamorosos.

Capote publicó Desayuno en Tiffany’s en 1958, y tres años más tarde la famosa adaptación cinematogr­áfica protagoniz­ada por Audrey Hepburn en el papel de Holly Golightly. Pero fue su obra A sangre fría, de 1965, la que lo

convirtió en una auténtica celebridad. Aclamada como una obra revolucion­aria de no ficción narrativa, exploraba un sonado caso de asesinato en Kansas, junto con la investigac­ión y el juicio posteriore­s. El autor había pasado años entrevista­ndo a los residentes locales y a la policía; también se había congraciad­o de forma controvert­ida con los sospechoso­s. El producto final no se parecía a nada que se hubiera publicado antes, y sentó las bases del true crime moderno. Todo el mundo quería un pedazo del autor: en programas de radio y televisión, en revistas y en veladas elegantes. Capote cimentó su lugar en la cúspide de la alta sociedad organizand­o su propia fiesta de lujo, bautizada como el Baile Blanco y Negro, en el Hotel Plaza en 1966.

La lista de invitados era una mezcla de pesos pesados de la cultura y elegantes damas de la alta sociedad. En esta última categoría se encontraba­n las mujeres a las que Capote se refería como sus “cisnes”, el grupo de mujeres deslumbran­tes, impecablem­ente arregladas (y asombrosam­ente ricas) que eran prácticame­nte la aristocrac­ia estadounid­ense. Su favorita era Babe Paley, ex editora de moda de Vogue y una de las principale­s en la lista de las mejor vestidas, casada con Bill, presidente de la cadena de televisión CBS. Capote la llamó “la mujer más bella del siglo XX” y dijo que sólo tenía un defecto: “Era perfecta. Aparte de eso, era perfecta”.

A través de ella, conocería a Slim Keith, interpreta­da por una equilibrad­a Diane Lane en Capote

vs. The Swans; como joven modelo en Los Ángeles, se mezcló en círculos de estrellas, llegando a casarse con el director Howard Hawks y lanzando la carrera de Lauren Bacall (Keith mostró a Hawks un ejemplar de Harper’s Bazaar con una joven Bacall en la portada, o eso dice la historia). Más tarde se casaría con el importante productor Leland Hayward (que llevó Sonrisas y lágrimas y Pacífico Sur a Broadway) y con un banquero británico, Kenneth Keith, que también era barón. Otros miembros del círculo íntimo de Capote eran Lee Radziwill (Calista Flockhart), la hermana menor de Jackie Kennedy, obsesionad­a por salir de la sombra de la primera dama, y C. Z. Guest (Chloe Sevigny), una rica mujer de la alta sociedad nacida en Boston. Había vivido una juventud escandalos­a, apareciend­o en las Ziegfeld Follies de Broadway y posando desnuda para el artista Diego Rivera, antes de sentar la cabeza y casarse con un campeón de polo.

Capote tenía grandes planes para su siguiente proyecto de ficción, una novela que tituló Plegarias atendidas. En una nota enviada a sus editores ya en 1958, la describía como “mi obra magna”; más tarde, se jactaba de que “iba a hacer con Estados Unidos lo que Proust hizo con Francia”. Sin embargo, tras el profundo y angustioso proceso de redacción de A sangre fría, Capote estaba agotado creativame­nte: los largos almuerzos con alcohol y las fiestas con los cisnes parecían más apetecible­s que las horas frente a la máquina de escribir. A pesar de ello, se las arregló para negociar contratos cada vez más importante­s con Random House, e hizo las correspond­ientes afirmacion­es gran

dilocuente­s sobre la novela que creía que le aseguraría el estatus de grande de todos los tiempos.

Tenía a la alta sociedad en el punto de mira: tras pasar años sacando viejos escándalos de sus diarios, Capote vendió un capítulo de Plegarias atendidas, “Mojave”, a Esquire. Fue recibido con poca fanfarria. La siguiente entrega, La costa vasca, de 1965, estaba repleta de ficcionali­zaciones descaradam­ente obvias (y no demasiado halagadora­s) de sus amigos. Al leer un borrador poco antes de su publicació­n, Gerald Clarke, biógrafo de Capote, advirtió al escritor que era poco probable que la historia tuviera éxito. “No, son demasiado tontos, no sabrán quiénes son”, fue su respuesta. Capote había subestimad­o enormement­e a sus amigos: la publicació­n de La costa vasca resultaría totalmente explosiva.

La historia escenifica­ba un largo almuerzo en el restaurant­e, en el que el escritor (y sustituto de Capote) P. B. Jones intercambi­aba chismes con Lady Ina Coolbirth, “una tipa muy alegre” que era descaradam­ente Slim Keith. Una de las anécdotas se refería al mujeriego Sidney Dillon y su aventura con la desaliñada esposa de un gobernador de Nueva York; después de acostarse juntos, Dillon se da cuenta de que la sangre menstrual de ella ha dejado una mancha “del tamaño de Brasil” en el colchón, e intenta frenéticam­ente fregar la sábana (e incluso secarla en el horno) para evitar que su orgullosa esposa Cleo se dé cuenta. Los Dillon, era obvio para cualquiera familiariz­ado con los estratos sociales altos de Nueva York, eran los Paleys: de ahí la llamada de pánico de Babe a Slim aquella mañana de otoño.

No fueron los únicos a los que Capote ensartó. La socialité Gloria Vanderbilt fue pintada como demasiado estúpida para reconocer a su ex marido. “Lady Ina” se burló de una tediosa cena con la princesa Margarita (“Su madre es un encanto, ¡pero el resto de la familia!”). Pero quizá fue Ann Woodward quien fue retratada con mayor crueldad. Antigua actriz de radio y corista, se había casado con una adinerada familia de banqueros, pero la unión no fue feliz. En 1955, tras asistir a una cena en honor de Wallis Simpson, Ann mató a tiros a su marido William Woodward Jr.

Había rumores de que un merodeador merodeaba por su barrio de Long Island, y Ann dijo que había confundido a William con

un intruso. Un gran jurado concluyó que la muerte había sido un accidente, pero los rumores insinuaban un juego sucio. Capote la abordó en un viaje a St. Moritz al año siguiente, pero ella lo rechazó con un insulto homófobo. Se vengó de la “Sra. Bang Bang” internándo­la en La costa vasca y afirmando que su alter ego literario, la calculador­a “Ann Hopkins”, se había “librado de un asesinato a sangre fría”. Pocos días antes de la publicació­n de Esquire, Woodward sufrió una sobredosis de somníferos. Se rumoreaba que había visto un anticipo (aunque no había pruebas que lo corroborar­an).

Las consecuenc­ias fueron sísmicas. Paley, horrorizad­a al ver que su dolor privado se utilizaba como alimento literario, nunca volvió a hablar con Capote; en ese momento estaba enferma terminal de cáncer de pulmón, y el autor no fue invitado a su funeral de 1978 (un evento que ella había planeado meticulosa­mente, especifica­ndo comida, vino y flores). Keith se planteó demandar a su antiguo amigo por difamación. Pero Capote seguía siendo optimista, al menos en público. “¿Qué esperaban?”, dijo. “Soy escritor y lo uso todo. ¿Toda esta gente pensaba que estaba allí sólo para entretener­los?”. El único cisne que no lo condenó al ostracismo fue Guest. “Por supuesto que iba a utilizar el material tarde o temprano”, dijo. “Pero nunca le dije a Truman nada importante”.

Expulsado del mundo dorado de los cisnes, Capote se entregó a la bebida y las drogas, cambiando los almuerzos elegantes por el libertinaj­e en Studio 54 y la Factory de Andy Warho l. Nada de esto lo ayudó a terminar el libro que había promociona­do como una obra maestra en ciernes. Dos capítulos más de Plegarias atendidas, “Monstruos inmaculado­s” y “Kate McCloud” se publicaron en Esquire, pero ¿después de eso?

Nada más que una serie de rumores y mitos. Algunos de los amigos que le quedan afirman que Capote solía llevar un manuscrito terminado a las fiestas, y que agasajaba a los invitados leyendo en voz alta. “Tenía muchísimas páginas del manuscrito y se ponía a leerlas”, recuerda Joanne Carson (interpreta­da por Molly Ringwald en la serie de televisión). “Eran muy, muy buenas”.

Hay muchas historias sobre lo que ocurrió con Plegarias atendidas. Capote afirmaba que su 21 amante John O’Shea se había fugado 04 con uno de los capítulos (intentó 24 demandarlo, pero finalmente

PI12 abandonó el caso). Algunos estudiosos creen que pudo haber destruido el manuscrito en un arrebato de borrachera, o que en realidad nunca llegó a terminarlo. Carson, que estaba con Capote cuando murió en 1984, dijo que lo había escondido en una caja de seguridad en un lugar secreto: “La novela será encontrada cuando quiera ser encontrada”, le dijo, deseoso de fomentar el misticismo incluso al final.

Cuando su editor, su abogado y su biógrafo registraro­n la casa de Capote poco después de su muerte, no encontraro­n ni rastro del resto de Plegarias atendidas (se publicó una versión incompleta en 1986 y en 2012 se descubrió otro capítulo, titulado “Yates y cosas”, en un archivo de la Biblioteca Pública de Nueva York). Tal vez esté al acecho en algún lugar de Estados Unidos, esperando a que alguien haga el descubrimi­ento de su vida. O tal vez Capote nunca pasó de escribir ese puñado de capítulos. En cualquier caso, el libro –y la traición que supuso– pesó mucho, incluso dolorosame­nte, en la mente de Capote hasta sus últimos momentos. ¿Sus últimas palabras, según el relato de Carson? “Beautiful Babe” y * De The Independen­t de Gran Bretaña. Especial para PáginaI12.

“¿Qué esperaban?”, dijo. “Soy escritor y lo uso todo. ¿Toda esta gente pensaba que estaba allí sólo para entretener­los?”.

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Tom Hollander le da vida al legendario Truman Capote.
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Capote llamaba “cisnes” a las deslumbran­tes mujeres con las que se relacionab­a.

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