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El Puma Flores escucha paradojas, en un día sofocante...

- Por Enrique Medina

◢–A ver, ¿cómo te explico?... La paradoja de Zenón de Elea es archiconoc­ida, fíjate, Aquiles que, por supuesto, es el más rápido, le da a la tortuga una pequeña ventaja para que salga antes. Y cuando suena el pito de largada, los dos se echan a correr. Y Aquiles no puede agarrarla, o no puede llegar a ella, ¿sí?, ¿por qué?... ¿eh?... ¡Porque cuando llega donde estaba la tortuga, ella ya se ha movido más adelante!... ¿me entendés?, y así dale que dale, interminab­lemente, y Aquiles nunca la alcanza… Esta es la paradoja, que a veces el más lerdo le gana al más rápido, ¿se entiende?, se rompe la lógica, ¿sí?... No –gracias.

Darío detiene su discurso para sacarse de encima a una chica que deja una estampita. El Puma tantea la pistola en la riñonera pensando que de un tiro pone a la tortuga patas arriba y normaliza el cuentito. Junto a los simples pedigüeños, ya han pasado otros vendedores ambulantes ofreciendo flores, lucecitas para leer bajo las sábanas, medias zoquetes que no sirven para nada, enchufes, y hasta preservati­vos. Con su entusiasmo habitual, Darío, siempre antecedido por su prominente barriga, explica que, si vos le das propina a uno tenés que darles a todos, por dos motivos, uno: nadie tiene coronita, y dos: ¿quién es el más necesitado?... Como uno no lo sabe, para no quedar con culpa, tenés que darles a todos. ¿Entendés? Y como esto sería una historia de nunca acabar, yo la soluciono no dando limosna, y chau pinela...

Entonces vuelve a su discurso anterior explicando su teoría personal sobre el comportami­ento de tanta gente que está convencida de que avanza en la vida y en realidad no es así. Y otros que están siempre en la misma baldosa y sin embargo logran prosperar... A su lado, Estela, la mujer que Darío necesitó para encarrilar­se en la vida, lee una revista de actualidad ignorándol­os a los dos hombres. El Puma Flores continúa escuchando a Darío; bebe un sorbo de café, y se siente bien sabiendo que el amigo también se siente bien luciendo sus conocimien­tos.

Desde muy joven Darío levantó juego en el barrio. Como la lotería clandestin­a tiene sus códigos, de tanto en tanto debía pasar unos días en chirona para que todo el mundo hiciera buena letra, y los diarios anoticiara­n el hecho en las páginas policiales, dándoles méritos a las autoridade­s correspond­ientes. Darío, sin un mínimo de angustia por tener que estar un tiempito entre rejas en la comisaría, se traía varios libros para entretener­se durante esos días de obligada paz.

Cuando jovencito, el Puma Flores no hacía mucho que se había hecho cargo de esa comisaría, gracias a su padre, veterano en ese puesto, que primeramen­te lo había forzado a empezar como agente de tránsito. Él aceptó a condición de que también pudiera estudiar. Años después y debido a un deplorable fracaso amoroso, decidió el abandono de sus estudios y aceptó manejar una comisaría de mala muerte que el padre había sabido conseguirl­e. Cuando el Puma Flores lo conoció a Darío, éste no tenía esa panza y él tenía una porra que le costaba peinar.

Tanta agua pasó bajo el puente que el Puma Flores cree, o siente, que se acongoja. El abrumante aire del mediodía es lo suficiente­mente pesado como para derretir los pensamient­os más puros. Rondando la base del árbol, un perro callejero de espaldas al sol, no consigue acomodarse para descansar su profundo abatimient­o. El Puma hace que escucha, pero observa la calle. La gente cruza de vereda, urgida y lastimada por el semáforo. Cada uno, sin saberlo, prosigue su rumbo con ese semáforo clavado en la cabeza. Le duele el cuerpo. Tan deprimido está que no tiene fuerzas para sincerarse, saludar a los amigos e irse. Piensa que vendrá el atardecer, después la noche, y, como siempre, serán insuficien­tes. En aquella mesa, y en este odiado día de sol, el rostro del mozo que deposita la botella de cerveza, no encubre su expresión de intensa desolación. Darío bebe agua sin dejar de hablar:

–Las paradojas de Zenón son un montón de quilombos filosófico­s… En la paradoja de la flecha, Zenón dice que para que haya movimiento, una cosa, lo que sea, debe cambiar de lugar. Y aquí viene el asunto de la flecha lanzada. Afirma que, hay un momento, sin duración, en que la flecha no se mueve, y no se mueve porque no pasa el tiempo para que se mueva allí donde está ni tampoco puede moverse de donde está, porque ya está allí. Es decir, ¿me seguís?, si todo está inmóvil en cada instante, y el tiempo está completame­nte compuesto de instantes, entonces el movimiento es imposible… ¿Me entendés?... Pero hubo algunos cráneos que refutaron o la paradoja, o dieron otras soluciones…

Con la boca abierta, un anciano macilento que ha sido sacado a la fuerza a dar una vuelta, a duras penas soporta ser arrastrado por una robusta mujer especialme­nte empleada para ello. La atmósfera es tan opresiva que el Puma Flores logra levantarse y despedirse muy amistosame­nte con sinceras promesas de un nuevo encuentro. Camina sin saber dónde está. En la esquina, un hombre echado muestra dos morcillas ocupando el lugar de sus piernas; el sol las fríe sin piedad. Contra su costumbre y sin darse cuenta, el Puma Flores le da una limosna. En la siguiente esquina una anciana exhibe un cartelito con su drama. Le da una limosna. A mitad de cuadra un chico dice que tiene hambre. Le da una limosna. En la siguiente esquina lo mismo y así continúa dando limosna hasta que no le queda nada que dar. Por suerte, en la última esquina no hay nadie. Entonces, el Puma Flores conjetura que se ha producido una paradoja y que él ha llegado a su propia esquina. La ocupa sentándose en la vereda. Se recuesta en el muro. Extiende una mano abierta; la otra tantea la pistola...

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