Parabrisas

CUENTO PARA EL VERANO

Un cuento de Diego Di Vincenzo Ilustracio­nes: Andrés Mendilahar­zu

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Siento a los autos, establezco vínculos afectivos de “disculpas” y “agradecimi­entos” cuando los someto a situacione­s que los lesionan. Porque soy bastante bruto para andar por la calle, sobre todo con los bujes y el tren delantero. La obsesión por los detalles nunca la tuve, o me dura muy poco. Siempre hay un auto, que es el auto con el que me muevo. Es un mundo sobre ruedas, una reclusión pública, la alegría de los desplazami­entos, la promesa del otro lugar. Y un modo de la filiación: mi papá, por ejemplo, es un intelectua­l de los motores. Conoce los motores clásicos (no los de computador­a, como él les dice), casi como el Padrenuest­ro. Por ejemplo, los tableros y las consolas de plástico -en algún momento, y más allá de los cuidados intensivos- suenan por algún lugar. Ya me acostumbré al sonido de los autos: los hay preocupant­es, sin importanci­a y cautelosos. El ruido de empaste, de motor que suena como una gárgara de huevo, es decisivo. Vas a clavar el motor. Una vez oí ese ruido fatal yendo a la costa por Magdalena. Era un Corsa 2001 y fue un auto que me hizo renegar desde el primer momento. No lo compré cero y el regateo con el vendedor de Florida (una agencia) tuvo tres o más cuartos intermedio­s. Los cautelosos son aquellos que pueden generar daños irreparabl­es, pero nos avisan que todavía estamos a tiempo: la temperatur­a del agua o ese ruido tremendo cuando se pincha la goma y uno va a más de ochenta. Hace poco tuve que cambiar la goma del auto frente al cementerio de Boulogne. Eran las ocho y empecé a sentir “el ruidito”. Aminoré la marcha; el puente más cercano era el de Sucre. Venía de dar clase. El problema, en esos casos, es deformar la llanta, o romperla. El miedo y el frío: justo enfrente del cementerio. Mi primer auto fue una Taunus GXL del año ochenta. Lo compré a los 21. Era de la oficina de mi padre y lo pagué en módicas y largas cuotas. Aunque ya viejo, era un auto muy duro, color bordó, con el que uno podía vencer al mundo. Nunca se rompía, estaba creado para durar una eternidad. Una vez fuimos con muchos amigos a un bar de Olivos, sobre la avenida Maipú, y bajaron del auto once: Gabo, Pilo, Dieguito, Magú... y seguía bajando gente. Los pibes que estaban frente al bar empezaron a aplaudir, no podían creer que fuéramos tantos ahí arriba. Otra vez estábamos en una de las barrancas de Martínez, por el Bajo, con mi amigo Diego B., y el auto se apagó por falta de nafta. Lo que siguió fue el desplazami­ento hacia abajo, lo que lo hacía ganar en velocidad. Fue un momento desesperan­te. Esos autos tenían servofreno, ese sistema que le evita al conductor un esfuerzo físico notable a la hora de pisar el pedal. Si no disponemos de servofreno en un coche, la fuerza de la pisada es mucho mayor

cuanto más pesado sea el coche. Imagínense ese auto... Como necesita aire para funcionar, con el motor parado sencillame­nte no funciona: hay que maniobrar con el freno de mano. Me acuerdo que cruzamos el auto contra una casa para que no siguiera cayendo... ¡La cantidad de vehículos de atrás y de adelante que empezaron a bocinar para pedir paso! Fue un momento de película. Lo que siguió, ya se sabe, la vieja ceremonia siempre temida: ir con el bidoncito a la estación de servicio más cercana, acomodar antes el auto contra la casa elegida, negociar con la dueña que nos lo permitiera... Otra vez, sin embargo, pasó lo mismo, en otro contexto y con otros amigos, y lo dejamos caer, seguros de que no se entrometer­ía ningún auto porque ya era muy tarde y día de semana. Creo que habremos llegado a terrenos llano a unos setenta kilómetros, rezando para que no se nos cruzara nada: ni rodado ni humano. Pero el episodio más terrorífic­o ocurrió un martes laboral (no tenía celular, no podía avisar). Mi viejo me lo había dicho muchas veces: “Si se moja el distribuid­or...” Yo estaba en Palermo en una de mis primeras aventuras amatorias, y se largó una lluvia comprable al Diluvio Universal. Se mojaron el distribuid­or, la butaca, el tapizado, nosotros... Hubo que esperar unas cinco horas para irse. Cuando llegué a mi casa... mis viejos ya estaban contratand­o a la cochería. Con un 205 color verde modelo 97, nos fuimos hasta Bolivia. Era un autito chico, muy gaucho: en cuestión de segundos alcanzaba los cien km por hora. En ese largo viaje de casi un mes (Buenos Aires, Rosario, Rosario y la ruta 9 hasta Santiago, de ahí a Tucumán, de Tucumán a Salta, a Jujuy, a Villazón, a..., y la vuelta por la 38 a La Rioja y San Juan), en todo ese largo viaje, el querido Peugeot se portó mal sólo dos veces: pinchamos entrando a La Rioja, y en San Salvador perdió carga en la batería. Lo destrozamo­s porque nos metimos en el Valle de la Luna para zafar de esas charlas de japoneses que son aburridas. Destrozar quiere decir: averiamos los amortiguad­ores. Con el que tengo ahora fuimos hasta el límite de Misiones con Brasil: en el camino pisamos una culebra, y yo lo sentí como una señal, así como Expedito pisa a la serpiente, y también hasta Santa Cruz. El viento patagónico es desesperan­te y cansador. Cuando llegamos al primer destino, no podía parar de dormir. Horas y horas y horas de ruta en el mapa representa­n dos centímetro­s. Es dura la Patagonia (la costa patagónica) para manejar. Tengo que desprender­me de ese auto, me cuesta mucho, pero tengo que hacerlo. Ojalá que todo ocurra rápido..

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