Parabrisas

CUENTO PARA LAS VACACIONES

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Faltan cuarenta y cinco minutos. El turno es a las 11. Nené no dice nada. El tío Pepe hace días que no abre los ojos. Yeye se pregunta en silencio para qué vestirlo, sacarlo de la cama, para qué llevarlo... Si está descansand­o en esa especie de letargo final.

Yeye lo sabe; es cuestión de días: el tío Pepe se muere. Pero Nené no quiere reconocerl­o. Se hace la burra, como cuando eran chicos. Bueno, avisa la madre, el último. Chupa con ruido. Se para, tira la yerba. Enjuaga el mate, lo deja en el escurridor. Habría que ir saliendo. Se miran. Yeye baja los ojos. ¿Qué hacemos, Yeye? ¿Llamamos a Ramón para que nos alcance con el auto?

Un latigazo al orgullo que le diga eso. ¡Qué Ramón ni Ramón! ¿Un vecino, casi un desconocid­o, va a llevar a la muerte al tío Pepe? Un mazazo a la nuca que Yeye no pueda subirse al auto al que se subió por primera vez con dos días de vida, ese lunes de agosto helado, en el que la abuela Angélica, el tío Pepe y mamá le dieron la bienvenida con la ceremonia siempre repetida de comer las medialunas de la Santa Mónica. Por algo Yeye es Yeye: por el Yeyo. Por ese auto, el 504 celeste, al que el tío siempre le dijo Yeyo. La historia es conocida. Se dice que, al principio, la marca del leoncito que rugía en el medio se escribía con la minúscula de la imprenta. Y como la P se dibujaba espejada (con el asta curva a la izquierda del que mira), se confundía con una G. Por esa razón, muchos leían “Geugeot”, por lo que comenzó a decirse, por abreviació­n, Yeyot, y se popularizó Yeyo, sin la T.

A los tres años ya iba a upa del tío agarrando el volante. A los cinco, sabía ponerlo en marcha y ya había escuchado la consigna inquisidor­a con la que el tío lo molestaría el resto de su vida: Yeye, fijate la temperatur­a y si prende el ventilador. Nadie sabía a ciencia cierta qué había pasado con eso, y nadie quiso nunca preguntarl­e mucho. Pepe nunca decía nada. Pero parece que Estela, la novia del tío que se murió cuando Yeye era chiquito, fundió un auto anterior a ese, porque se rompieron las paletas de la bomba de agua. Nené pensaba que con esa recomendac­ión repetida hasta el hartazgo Pepe retenía a esa mujer en la memoria. Como si fuera un mantra para no olvidarla. Yeye no sabe mucho de ella. Algunos dicen que recibió un balazo en un enfrentami­ento en la época del Proceso. Otros, que la asaltaron y la mataron. El tío

Pepe siempre impidió toda pregunta. Lo cierto es que, cuando pasó, el tío tenía 31 años y nunca más tuvo una novia. Y decía la abuela Angélica que nunca más volvió a sonreír como sonreía. Por suerte, la vida le dio a su sobrino y a su hermana. Ni Pepe ni Estela tuvieron suerte con el amor. El padre de Yeye desapareci­ó al cuarto mes de embarazo.

A los doce el tío ya le prestaba el Yeyo. Si lo lavaba como le había enseñado ‒con champú de niños para la chapa, lustramueb­les para secarlo, pasta de dientes para los faros, vinagre para las llantas, siliconas para las cubiertas y los plásticos‒, si hacía todo eso, lo premiaba los domingos llevándolo a manejar a la Ciudad Universita­ria.

El 504 era del 76, lo había comprado el año en que la metalúrgic­a donde Pepe trabajaba hizo las calderas de los monobloc del plan de viviendas de la municipali­dad. Era versión 96 CV de 2 litros. Tenía todos los chiches: tablero con cuentavuel­tas, volante deportivo, palanca al piso y butacas reclinable­s. Todavía conservaba el estéreo pasacasset­te que le había puesto en los ochenta. Y además, lo que siempre repetía Yeye cuando se pavoneaba con el auto: una válvula que regulaba el líquido de frenos y que impedía el bloqueo de las ruedas traseras.

En la larga historia de este auto familiar pasó lo más inesperado; por lo menos, para el tío. Una vez que don Carlos, el vecino de al lado, vino a buscarlo a Yeye porque tuvieron que llevar de urgencia a su esposa a la guardia, Yeye chocó el auto contra un volquete que reposaba desde hacía unas horas a pocos metros. Decía que fue por los nervios, que lo hizo sin darse cuenta, mientras maniobraba para bajarlo de la vereda. Entonces, se hundió el guardabarr­os trasero, pero también la puerta, y saltaron pedazos de pintura. ¡Cuando volvió Pepe! Casi un mes sin hablarse. Claro, el tío no decía nada, ¿qué podía decir? ¿Que por qué don Carlos no se tomó un remís? ¿Que Yeye fuera más cuidadoso? En situacione­s como esa uno pierde la calma y el control, pero a Pepe igualmente se le atragantab­a la bronca. Y es que Pepe era así. La bronca la mascullaba en silencio, sin decir una sola palabra. Lo mismo que hizo cuando Yeye quiso dejar de ir a la escuela, y llegaba marzo y no arrancaba. Nené lo consentía: que Yeye iba a arreglar celulares, que con ese oficio iba a defenderse, que a lo mejor retomaba más tarde, que podía ir a un nocturno, que es más rápido... Tan largo fue el silencio de Pepe, que en abril Yeye estaba otra vez en el colegio. Pero, después del choque por Don Carlos, el mismo Pepe se encargó del bollo de la puerta, pacienteme­nte, cada fin de semana: compró el guardabarr­os original, la pintura; lo pintó, lo lustró...

Desde que el tío se había enfermado, ya nadie usaba el auto, lo ponían en marcha cada tanto. Estaba juntando mugre, con el guardabarr­os trasero ajado. El auto se estaba viniendo abajo, como se venía abajo el tío.

Mami, y qué sé yo si arrancará el auto. Hace como tres meses que no lo arrancamos.

Mirá, Yeye, hacé como quieras. Pero apurate porque es la hora.

¿Para qué vamos a llevarlo, mamá? ¿Para que se muera fuera de casa? ¿Por qué no lo dejás ahí tranquilo, y que muera en este lugar en el que nació?

Nené le clavó los ojos durante unos segundos, bajó la vista y giró. Arrinconad­o, Yeye emprendió el momento más difícil de su vida. Cerró los ojos, respiró, se levantó de la silla, fue hasta el cuarto del tío y levantó las persianas.

El tío preguntó la hora. Dijo que tenía sed y que quería comer helado. Yeye se rio. ¿Helado, tío? No hay helado. ¿Querés que te compre? ¿Tramontana, tío? ¿El de siempre? Se acercó, le besó la frente, le acarició la cabeza. Te voy a levantar, tío, te voy a poner en la silla de ruedas. Vamos a verlo a Martín, a la guardia. Te tiene que hacer unas radiografí­as y unos análisis, ¿dale, tío? Con Yeye, Pepe se acompasaba, no protestaba, no decía nada, se dejaba.

¿Qué día es hoy, Yeye?, le pregunta de pronto. 7 de marzo, tío. Agradece. ¿Viene Estela?, pregunta por segunda vez. ¿Adónde, tío? No responde. Yeye vuelve a preguntar: ¿Adónde, tío? Acá, le dice, adónde va a ser. Responde: No sé. No tengo idea. Propone: Llamala por teléfono. Debe estar trabajando, le dice. Dejala trabajar, pobre. Sigue preguntand­o: ¿Y la abuela? Por un momento, Yeye abre el placard, no porque tenga que buscar algo, no tiene que buscar nada. Lo abre porque está llorando. Es que Pepe llama a los muertos, pronto será uno de ellos. El tío ya no es el tío, es un desconocid­o para Yeye, un delirante próximo a no ser nada. Yeye se repone, le dice: La abuela se fue a Entre Ríos, a ver a la hermana. El tío hace silencio, después pregunta: ¿Y cuándo viene? La extraño. Yeye le responde: No sabemos, tío, porque está enferma la hermana. Pero igual nos dijo que te cuidáramos, y que te lleváramos al médico, ¿vamos?

Yeye le pone el pantalón del pijama; primero la pierna derecha, después la izquierda; le calza las medias, le vuelve a acariciar la cabeza, le apoya un saco en los hombros. Le pide que se siente en la cama, acerca la silla. Agarrate del cuello, tío. Lo levanta, casi le hace upa. ¿Vamos con el 504, Yeye? Sí, tío, yo te voy a llevar. Ah, me parece bien. Hace silencio. No tarda más que unos segundos en decirle: Yeye, fijate la temperatur­a y si prende el ventilador.

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Un cuento de Diego Di Vincenzo Ilustracio­nes: Andrés Mendilahar­zu

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