Parabrisas

Airbags y nuevas costumbres

- Un cuento de Diego Di Vincenzo Ilustracio­nes: Andrés Mendilahar­zu

Desde hace un tiempo vengo pensando que esta ciudad quedó chica para la cantidad de autos que circulan a todas horas. Y que encontrar un lugar es una odisea parecida a conseguir una entrada para los recitales de Charly García. A los que creen en este parecer mío que volví a reconfirma­r ayer a las cinco de la tarde transitand­o por la avenida Córdoba, quiero contarles esta historia de soluciones. Después de todo, como ya saben, el problema no es tener un problema, sino encontrar la solución. O, como decía Poe: “Es dudoso que el género humano logre crear un enigma que el mismo ingenio humano no resuelva”.

Termina la clase sobre el poeta peruano César Vallejo por los cien años de Los heraldos negros, su primer poemario. Me ofrezco para llevar a su casa a Isabel, la profesora. Creo que correspond­e (pienso); vino de lejos, ya es de noche. Nos subimos a la camioneta. Vienen con nosotros mi amigo Juan y otro asistente, que también estuvo en la clase. Antes de subir calculamos con una de las mujeres alumnas si le conviene o no el camino que voy a tomar. Si le conviene, puede sumarse a la camioneta. Expongo mi recorrido: Alberdi, Pelliza, Panamerica­na (Olivos), Donado, Triunvirat­o hasta el

Subte B. Ella va hasta Cabildo al 100. Le digo, como una manera de disculparm­e, que podríamos hacer otro recorrido y llegar hasta el Subte D, es decir, tomar la avenida Maipú hasta Cabildo y dejar allí al tercero que viene con nosotros. Pero coincidimo­s en que Cabildo es un infierno para los autos desde que existe el Metrobús. Me dice dos o tres veces que no me preocupe, que caminará unas cuatro cuadras y tomará el 152, con el que llega muy fácil. Cuando lo dice, señala con la mano la dirección a la que va a caminar, pero se equivoca. “Es para la izquierda, no para la derecha. Para la izquierda está la avenida Maipú”, le aclaro. Nos vamos. Cuando estamos por salir de la Panamerica­na cruzando la Gral. Paz, Isabel pregunta si estamos en Villa Urquiza. Le decimos que no, que estamos por abandonar la provincia para entrar en la Capital. Ese es un paisaje recurrente para nosotros, que vivimos en Zona Norte. Justo en el recodo en que la Panamerica­na se acuesta sobre la General Paz, a la izquierda y a la derecha, Florida: de un lado, Florida Este (la casa de mi abuela, buena parte de mi infancia); del otro, Florida Oeste, las

zonas fabriles, la avenida Mitre; un poco más allá, Villa Martelli. Me acuerdo de lo que siempre decía mi mamá cuando pasábamos por esa zona de Vicente López, la final, antes de que termine muriendo en Balbín o Donado. Me acuerdo y lo digo: “Por acá lo mataron a Santucho”. Seguimos. Pasamos por Chacarita. El cementerio está iluminado, casi parece un museo de esos de vanguardia. Dudamos: ¿es el cementerio? Es el cementerio, claro. Sobre Corrientes, cuando recién nace, hicieron modificaci­ones. Chacarita está más lindo. Por suerte, el hotel Torre o dos de las mejores pizzerías de Buenos Aires siguen ahí, como si nada.

Varias veces estacioné el auto enfrente de la Santa María y bajé a comer una porción de pizza con moscato. Ahora eso es imposible, porque “ordenaron” el tránsito. ¿Y quién toma estas decisiones?, pienso. ¿No es parte de la cultura de tacheros y conductore­s arrimar el auto a la vereda y comer una porción de pizza, de pie frente al mostrador? ¿Por qué ordenar una ciudad, necesariam­ente, tira por la borda algunas costumbres de muchos porteños? Ayer, justamente, comí una porción de fuga rellena en La Mezzeta; no iba desde el año pasado, no había vuelto a ir desde que se murió Germi, mi amigo Germi, con el que comimos muchas porciones parados, junto al mostrador, con un vaso de cerveza, entre tacheros, estudiante­s y gente de a pie. Me recluí en una esquina del local y casi mirando a la pared, como quien desea evitar el recuerdo.

En la esquina de Maure y Corrientes, pleno Chacarita, en la Santa María (era estudiante) leí parado, mientras esperaba el colectivo, a Vargas Llosa o a Rilke, a Dostoievsk­i, muy a menudo, el diario; participé del rito de muchos estudiante­s, conocí los sabores del flirteo y de las calenturas juveniles, y hasta comí pizza en los asientos traseros del 71. Seguimos. Llegamos a Lambaré. Doblo, seguimos por (me) Río de Janeiro (nos reímos), cruzamos Alberdi y tomamos Estados Unidos. Se baja Isabel. Le digo a Juan: “Tomemos una birra en el Cao”. Imposible: no hay estacionam­iento. Pero desde la calle y el auto, se ve que hay gente esperando. Juan tiene que estar antes de las 12 en su casa. “Ya sé”, le digo. “Vamos a Turuleca: Boedo e Independen­cia”.

Damos un par de vueltas. No hay lugar. Empezamos a barajar alternativ­as. Mientras tanto, controlo la lucecita del tablero de la llave secreta. Aunque somos amigos y casi no tenemos secretos, Juan tampoco lo sabe. Puedo explicarle que el airbag tiene un funcionami­ento sencillo; que, en caso de choque, ese saco flexible sale del volante o de la guantera y se infla en 30 milisengun­dos. Pero prefiero no contarle este secreto: mi auto, en realidad, no es un auto: es un airbag. Me lo dio el director de una asociación de físicos como pago por un curso sobre divulgació­n científica de ocho meses que di en 2015, porque a él lo estaba matando la cirrosis y, a su asociación, la falta de asistencia estatal.

Le digo a Juan: “Bajate y buscá lugar, mientras yo doy unas vueltas hasta estacionar”.

No hago más de 200 metros. Sobre Maza, del lado derecho, hay un comercio cerrado y oscuro, y en la vereda de enfrente, una obra en construcci­ón. Nadie me mira, un tipo de unos cuarenta años está sentado en el pilar de un comercio, medio borracho. Me saluda, veo la botella de cerveza. Él no es un problema, ¿quién va a creerle con el pedo que tiene encima?

No soy de hacer esto muy habitualme­nte, sólo en ocasiones, aunque Buenos Aires es un infierno de autos y creo que voy a hacerlo cada vez más seguido: me bajo, me agacho, estiro la mano, toco la rueda de auxilio, tanteo... y encuentro la llave. Tiro de la piola (que es un cable, en realidad), y el auto entero empieza a desinflars­e. No le lleva más de diez minutos. Lo doblo en cuatro y lo meto en la mochila.

En Turuleca tampoco hay mesa. Caminamos hasta Venezuela y nos metemos en una pizzería.

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