Parabrisas

Cien carreras y una victoria compartida

- Por SILVIA RENÉE ARIAS

El benigno sol de mayo cubría Mónaco, el apretado y sinuoso circuito del Principado que tenía dos curvas cerradas y otras seis en brusco ángulo recto. La primera tanda de clasificac­ión había dejado a Nelson Piquet en la pole, seguido de Gilles Villeneuve, Alan Jones y Carlos Reutemann.

Hoy era viernes, día de descanso, y Laurent acompañó a su padre y a Jean-Pierre Jabouille, que el día anterior no había logrado clasificar­se, al Montecarlo Golf Club. Habían rechazado la invitación de Didier Pironi a sumarse a su poderoso Abbate para navegar con Sylvia y Nelson Piquet.

Algunos atribuían la no clasificac­ión de Jean-Pierre a su condición física; otros, a que el auto no andaba bien. Los más, que todo giraba en torno de Jacques, y aducían que ese era el motivo por el cual, en su momento, se habían ido del equipo Patrick Depailler y Didier Pironi. Si Jacques quería una suspensión nueva, la tenía en cinco horas, mientras que a causa de una mala organizaci­ón, el segundo auto se modificaba no antes del GP siguiente. “Guy le deja hacer lo que quiere”, se rumoreaba. Es que era su mejor amigo. Y todos sabían que Guy solía caer en furias legendaria­s. Ahora mismo su humor agrio era consecuenc­ia de sus choques con Gérard Ducarouge. El técnico y él vivían en conflicto: Guy le pedía que reviera su metodologí­a de trabajo, y Gérard decía que sí, pero siempre volvía a hacer lo que a su juicio estaba bien. Tampoco coincidían en las ideas que ambos tenían de la organizaci­ón del equipo. Gérard concebía un auto en función de una fecha dada y nada lo detenía hasta que el auto estaba sobre cuatro ruedas. De esta forma, el presupuest­o era mayor: no era lo mismo preparar un auto en cuatro meses que en un año. Posiciones tan divergente­s afectaban sus relaciones, y Guy sumaba el peso del carácter.

A ochociento­s metros de altura, bello y extenso, profundame­nte verde y ondulado, el Golf Club era el mejor sitio para olvidar por un rato tantos conflictos. Laurent caminó con su padre y con Jean-Pierre. Los vio detenerse en los hoyos, comentar cada jugada, sonreír, hacer trampas. Pero sentía que algo permanecía en estado de espera trágica. El sueño de la amistad de siempre entre los

cuñados y compañeros de equipo se estaba derrumband­o, por lo menos en el ánimo de su padre. Laurent sabía que nada rompería lo que los unía, pero el hecho de correr juntos se inclinaba peligrosam­ente hacia el abismo. Podía advertir que su padre, desde unas semanas atrás, estaba desorienta­do: no pasaría mucho tiempo antes que JeanPierre decidiera dejar de correr. Y el dolor de su padre era extremo: no concebía la amistad fraternal sin la fidelidad de manera absoluta, exclusiva y sin matices. Mientras veía a Jean-Pierre estudiar un golpe, con la vista fija en la pelotita de caucho endurecido, Laurent tenía la horrible impresión de que nunca alcanzaría a conocer su silencio infernal en el aislamient­o de su habitáculo. Nunca podría figurarse lo que sentía al tomar el volante del Ligier cuando había imaginado soñado y deseado más que nada en el mundo volver al paraíso.

Cuando regresaron al hotel, Laurent le preguntó a su padre:

‒¿Cómo hacés para mantenerte tan fuerte? Me refiero a Jean-Pierre.

‒No soy fuerte. Estoy destrozado. Pero los pilotos somos egoístas, Lau, seguimos nuestras trayectori­as sin ceder. Estoy comprometi­éndome conmigo mismo para que nada transpire de mis reacciones íntimas. Y lo voy a lograr. ‒¿Por qué? ‒Porque es indispensa­ble para la moral del equipo. ‒¿Y qué hay de ti? ‒El equipo soy yo, Laurent. El domingo, su padre se subía al podio de Mónaco, junto al ganador, Gilles Villenueve, y el segundo, Alan Jones.

Y unos días más tarde Jacques obtenía la pole para el GP de España en Jarama e invitaba a sus amigos a comer. Los gastos tenían que correr por su cuenta, porque cada vez que había hecho el mejor tiempo en la Fórmula Renault, con un solo mecánico, era él quien invitaba, y no iba a cambiar ahora por estar en la Fórmula 1. Incluso si se trataba, como esa noche, de una cena oficial: sabía que a los patrocinad­ores les encantaba reunirse con el ganador de la pole, y no podía dejar de asociar a sus amigos a la celebració­n. Era la única condición que ponía para sentarse a una mesa de honor. Allí estuvieron, pues, Jean-Pierre Jabouille, Pierre Landreau, Alain Courdec y Jean-Pierre Paoli. Y no era para menos: festejaba también su Gran Premio número 100.

Al día siguiente Jacques Laffite estaba sentado en el podio junto a Gilles Villeneuve, el ganador (iba a ser el último triunfo en su vida) y John Watson, el tercero clasificad­o. Cinco autos (incluidos los de Reutemann y De Angelis) habían traspasado la meta en menos de 1,2 segundos. Los tres primeros se recuperaba­n del cansancio y esperaban la llegada del Rey Juan Carlos. Fue entonces cuando Gilles le dijo a Jacques:

‒Si hubieras estado delante de mí, me habrías sacado dos segundos por vuelta.

‒No siempre se tiene el auto capaz de ganar ‒le respondió Jacques, y le pasó a su colega una botella de agua mineral.

Estaba decepciona­do. En la largada había embragado ligerament­e antes de la luz verde, y entonces tuvo que frenar porque el auto comenzó a moverse. Fue en ese momento cuando se encendió la luz; aceleró de nuevo y embragó de golpe, pero ya había perdido toda posibilida­d de salir primero.

A pesar de que los tres estaban exhaustos, siguieron conversand­o acerca de la carrera, y Gilles pudo comparar: en las cuatro curvas en las que Jacques le dijo que pasaba a fondo, él no había podido hacerlo. La Ferrari había sido muy difícil de conducir. Lo que Villeneuve no sabía era que Gordon Murray había dado una vuelta a pie por el circuito sin poder entender cómo, teniendo en cuenta la inestabili­dad de la Ferrari, Gilles no había cometido ningún error. Después comprender­ía que la respuesta estaba, claro, en la extraordin­aria habilidad innata del canadiense.

Pero en cuanto a Jacques, en el podio español no podía dejar de pensar en Jean-Pierre Jabouille y en el hecho de que, de haber ganado la carrera, le habría dedicado el triunfo: tras numerosas consultas, su cuñado había decidido abandonar la competició­n. Su recuperaci­ón nunca sería total y prefería convertirs­e en consejero técnico del equipo Ligier. Se iba con 49 Grandes Premios, seis poles y dos victorias. Una buena parte del ya legendario “Équipe de France” se iba con él, después de perder a Patrick Depailler. Por eso, Jacques apenas tuvo fuerzas para dedicar una sonrisa al público cuando Gilles tomó su brazo y el de John y los alzó en señal de victoria compartida.

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Jarier, Tambay, Pironi, Depailler, Laffite, Jabouille y Arnoux, en 1978: l´Equipe de France perdía, con el retiro de Jabouille, a otro de sus representa­ntes.
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