El gran divulgador de la ciencia
Murió un rockstar de la ciencia, quizás el único que estuvo en Los Simpson (ni una ni dos, sino ¡tres veces!), Star Trek, The Big Bang Theory, alguna Comic-Con y siguen las firmas. El único entre cuyas elegías estuvo la de Brian May (el doctor en astrofísica Brian May, que en sus ratos libres tocaba en una banda llamada Queen…), el único que se divertía armando fiestas para viajeros en el tiempo (a la cual, previsiblemente, no asistió ningún invitado), el único homenajeado en un viaje para experimentar la gravedad cero. Por si fuera poco, ¿cuántos científicos tuvieron una película de Hollywood dedicada a su biografía… aun en vida?
No puedo (¡no debo!) hablar de sus logros como científico, su estudio de los agujeros negros, la radiación que lleva su nombre, los estudios del Big Bang… para eso están los que saben, los físicos que lo acompañaron en sus viajes e imaginaciones.
Pero hay otro aspecto en la vida de este ícono científico: su rol como divulgador. Nadie duda de que su terrible enfermedad le dio un aura especial que hacía que se le prestara una atención particular, ese aferrarse a la vida y a las ideas más allá de la fecha de vencimiento que le habían impuesto.
Pero detrás de ese cyborg impresionante había ideas para compartir, cuentos para contar. Preguntas como por qué estamos aquí, de dónde venimos, cuánto duraremos; ésas que nos dan tortícolis de solo pensarlas.
Y vaya si pateó el tablero: en 1988, cuando aún estaba fresco el recuerdo del Cosmos saganiano, su Breve Historia del Tiempo vino a romper todo, y aún hoy es objeto de estudio en la Academia de Comunicación de la Ciencia. Hasta se le da un nombre: el síndrome Hawking corresponde a aquellos productos de divulgación científica que son un exitazo… aun cuando sean casi incomprensibles para el público general. Y así fue: había que tenerlo, salir a la calle con el libro bajo el brazo y con la tapa mirando para afuera, como diciendo “mirá lo que estoy leyendo”.
Diez millones de ejemplares y 35 idiomas más tarde, el misterio continúa: la fascinación de pasearse por el Universo, sin entender demasiado de qué se trata. Siguió con El Universo en una cáscara de nuez (allá lejos y hace tiempo), otra Brevísima Historia del Tiempo, su nombre gigante e icónico en una edición de textos de Albert Einstein y, más recientemente, el libro infantil Jorge y la Búsqueda del Tesoro Cósmico. Todo condimentado con testimonios polémicos sobre nuestro rol en el espacio, la muerte, el riesgo de encontrarnos con extraterrestres y sus exóticas apuestas con sus amigotes científicos.
Con su inolvidable figura, su voz digital y su entusiasmo por querer saber, Stephen Hawking le hizo mucho bien al contagio de la ciencia, de las preguntas, de las ideas sin límite. Homero, y nosotros, lo vamos a extrañar.