Conviviendo con la estanflación
anualizado, la debacle comenzó al ritmo del desajuste del mercado cambiario. El dólar se convertía así, otra vez, en el verdugo de la ilusión, que hoy para muchos estaba asentada más sobre fundamentos voluntaristas que sobre bases realistas.
Los economistas profesionales cargan con la responsabilidad de aconsejar sobre cómo optimizar los recursos, que la economía enseña –y recuerda permanentemente– que son escasos. Los políticos se consideran a sí mismos rehenes y no cómplices de una situación evidente: la estanflación argentina. Si las proyecciones resultan moderadamente optimistas, el PBI habrá estado estancado durante siete años: 2011-2018. Pero con un agravante: la población argentina crece al modesto ritmo del 1,1% anual, por lo que, en realidad, cada habitante tendrá a su disposición un 8% menos del ingreso. Esta cifra contiene, además, algunos ingredientes que le agregan dramatismo:
El consumo se exacerba por la aparición de nuevas demandas. La sensación de insatisfacción se amplía.
La distribución del ingreso, que ha venido empeorando en estos siete años, convierte a la economía en un tenso juego de suma cero.
La turbulencia financiera internacional ataca, sobre todo, a economías ávidas de financiamiento para alcanzar su equilibrio.
Sin viento de cola a la vista, la solución radica en diseñar y ejecutar políticas diferentes a las que nos han puesto como el mejor ejemplo de la estanflación.
Una economía sumida en el estancamiento implica una sociedad sin futuro, que puede ser vista como un castigo o como el único espacio encontrado por sus dirigentes para lograr subsistir.
No estamos condenados al éxito ni a la épica del fracaso. La mediocridad también es un camino.