Necesitamos cadenas
La política antigua era vertical. Existía un líder que sabía todo, decía lo que quería, y una masa pasiva escuchaba. A veces los líderes pronunciaban largos discursos: Fidel, Haya de la Torre, Perón enseñaban la verdad durante horas a multitudes enfervorizadas. En otras ocasiones eran cortos pero con gran contenido, como cuando Kim Il Sung dijo “Vivan las gloriosas Fuerzas Armadas de Corea del Norte”, frase que se celebró con un feriado nacional de tres días, y los expertos analizan todavía todo lo que quiso decir. Evo Morales conmovió los paradigmas de la historia cuando dijo “En países como Puerto Rico y Cuba los indígenas prefirieron autosuicidarse antes que ser esclavos de los españoles”; “nuestros abuelos lucharon históricamente contra todos los imperios: Imperio inglés, Imperio romano, contra todos los imperios, y ahora nos toca luchar contra el Imperio norteamericano”. Esos eran líderes trascendentes.
El monólogo de los dueños de la palabra llegó a la cumbre con las cadenas nacionales, que silenciaron completamente al otro y permitieron que los políticos invadieran la intimidad del hogar de todos. No hay ninguna investigación que afirme que la gente se alegra cuando un señor interrumpe su programa de televisión favorito para hablarle de cosas que no le interesan. Sin embargo, la sensación de atropello satisface el ego de los autócratas que están enamorados de sus propios mitos. Las dictaduras militares de Nicaragua y Venezuela las usan para incitar a sus sicarios a matar estudiantes y disidentes, y para proclamar que cada nuevo asesinato es un golpe en contra de un imperialismo que no los toma en cuenta.
En Ecuador, Rafael Correa se especializó en usar cadenas y programas de radio en los que insultaba a los indios, a los sindicatos, a las mujeres, a los médicos, a los periodistas y a cuanta persona existía. Admitía la presencia de periodistas que preguntaban lo que quería, pero si se salían del libreto los callaba acusándolos de ser “gordita horrorosa” o “Tarzán de bonsái”. No le fue bien: cuando se liberaron de las cadenas, miles de ecuatorianos querían golpearlo físicamente. Realizó su última campaña electoral bajo una lluvia de huevos, y algunos ciudadanos pidieron en las redes una ayuda para viajar a Bélgica con el ofrecimiento de darle una trompada. Alguno ya lo cumplió.
Durante una década asistimos en Argentina a una serie de cadenas y discursos estrafalarios, que se realizaban con frecuencia en un escenario gracioso. La Presidenta entraba con aire triunfal ante una platea repleta de aplaudidores emocionados, que no sabían lo que iba a decir pero vibraban porque sabían que iban a escuchar algo trascendental. Un amigo armó una colección de películas en las que puede verse a los aplaudidores más entusiastas, que se abrazaban, expresaban su obediencia con admiración infinita. Algunos son ahora sus enemigos más enconados. En los patios se ubicaba “el pueblo” que llegaba espontáneamente, acarreado en camiones. No tenía la altura de los aplaudidores vip, pero la lideresa se dignaba a mirarlos desde una baranda y les dirigía unas palabras sobre la epopeya de la semana. Ellos aplaudían y gritaban.
Nos acostumbramos a anuncios tan trascendentales como el desembarco de nuestra industria, el ganado de leche y la tecnología argentina económica de punta en Africa. La Presidenta habló de su viaje a Angola con una máquina cosechadora que no se pudo mover, una vaca falsificada y los CEOs de La Salada, que transmitieron a los angoleños su metodología de negocios. Esos sí eran CEOs conocidos, no como los gerentitos de Macri. Ella y el ministro Moreno pronunciaron un discurso lleno de conceptos usando el esquema de los Pimpinela, un hito en la lucha por la igualdad de género.
El proletariado mundial tembló de emoción cuando Cristina anunció el ataque a las Fuerzas Armadas norteamericanas en Buenos Aires: el canciller, provisto de un destornillador, abordó un avión imperialista y dañó la caja de claves, hazaña comparable con el bombardeo japonés de Pearl Harbor. En otro momento intentó paralizar a la cristiandad anunciando en Nueva York que Estado Islámico pretendía asesinarla por su íntima amistad con Bergoglio. Poco después conquistó a los islámicos cuando anunció que los que querían matarla eran los norteamericanos.
La lucha con los fondos buitre emocionó a la izquierda. El gobierno hizo temblar a Wall Street anunciando que no pagaría una deuda equivalente
No hay investigación que muestre que la gente se alegra cuando un señor interrumpe su programa para hablarle de
cosas que no le interesan.
El actual presidente pertenece a un nuevo tipo de líderes. No pretende encadenar a nadie. Conversa, escucha.
a menos de la décima parte de las pérdidas de Facebook en la mañana del último jueves. Creía que con esto daba un golpe letal al imperialismo, y que el señor que había comprado los bonos sería el gran elector de las elecciones presidenciales norteamericanas. Nunca se supo nada de él. El ministro de Economía hizo un viaje a Australia para explicar a los países más ricos del mundo que Argentina no pagaría la deuda, y que debían armar un mecanismo para que a los países que no podían pagar pequeñas sumas les hicieran un descuento. Hicimos el ridículo. Una tesis tan provinciana no podía suscitar ningún interés. Lo que logró el funcionario fue tomarse una selfie con el presidente norteamericano en un corredor.
La verdad es que ni las hazañas antiimperialistas de Nicaragua y Venezuela ni las gestas revolucionarias del gobierno K tuvieron ningún impacto en ningún lado. Ocuparon el lugar que tuvo Idi Amin, conquistador del Imperio británico, en la sección de humor de algunos medios internacionales dejándonos en ridículo.
El actual presidente pertenece a un nuevo tipo de líderes. No pretende encadenar a nadie. Conversa, escucha. La última semana invitó a la residencia de Olivos a un grupo de periodistas para que preguntaran lo que