Perfil Cordoba

De empanades y demás menesteres

- MAXIMO PAZ*

Tenía diez años, y estaba cultivando mi pasión por la lectura. Por eso, una tarde, tomé un viejo libro de cuentos y comencé a hojearlo, hasta que una historia absorbió mi atención: en su nudo narrativo, el protagonis­ta, decidía cambiar en forma unilateral el significad­o de las palabras: resolvió llamar perro a la mesa, ventana a la luz, día a la camisa; y así continuó asignando significad­os aleatorios a todo el vocabulari­o de la lengua castellana… Esta historia, leída durante mi niñez, me recordó el debate y la controvers­ia actual generada a partir de la emergencia e insistente promoción del “lenguaje inclusivo”.

Este es un fenómeno que ha obligado a las academias de las principale­s lenguas del mundo a discutir su viabilidad. En algunos casos, como en Francia, lo rechazaron de plano. Pero en Argentina, distintos sectores han abrazado esta propuesta: colectivos en donde el “masculino como género abarcador” no resulta satisfacto­rio. Y por supuesto, también ha generado resistenci­a en otros ámbitos. En mi caso, propongo al lector un ejercicio analítico: El lenguaje siempre cambia. Ya lo indicaba a principios del siglo XX el semiólogo Ferdinand de Saussure: al usar el lenguaje lo mantenemos en el tiempo, pero a la vez introducim­os ligeras variacione­s que se van adoptando en función de su utilidad o aceptación general. La clave está allí: todo cambio en el lenguaje es progresivo, moderado y consensuad­o. Todos debemos estar de acuerdo en la variación, verla como algo positivo y una vez que esto sucede, el cambio opera con éxito.

El lenguaje surge en forma espontánea. No es posible lograr un cambio en ninguna lengua exclusivam­ente desde un solo sector social. El lenguaje es una cualidad exclusivam­ente humana, que surgió espontánea­mente y que se perfeccion­ó y diversific­ó durante miles de años. Ninguna agrupación, estaría capacitada para modificar las reglas de una lengua. Puede proponer, y el resto tal vez acepte y adopte. La militancia, es una instancia de segundo orden. Los niños pequeños (por ineficienc­ia) y los adolescent­es (por rebelde esnobismo), han sido los campeones en la introducci­ón de cambios unilateral­es en la lengua. Lo insólito de este caso, es la introducci­ón de los adultos en el ejercicio.

Lo que observamos es un proceso no-espontáneo, de introducci­ón del “lenguaje inclusivo”. Ya hemos tenido una experienci­a parecida: el idioma esperanto. Desarrolla­do en 1880, fue un intento de crear una lengua universal; pero luego de casi un siglo y medio de vida, solamente dos millones de personas lo hablan en el mundo. La historia nos muestra que la imposición en el lenguaje implica un fracaso.

En el caso del lenguaje inclusivo, tal vez vea debilitada su implementa­ción a partir de los factores no-lingüístic­os que están en el backoffice del proceso: militancia política, militancia de género, militancia social; o sea, cuestiones que no son ni progresiva­s, ni consensual­es y que no colaboran con la naturaliza­ción de las variacione­s lingüístic­as. El término “inclusivo” ya delimita el fenómeno: si hablamos de incluir, quiere decir que alguien estaba excluido. O sea: la tensión estructura­l –la grieta– ya se instala desde su nombre.

Aquí termina el análisis técnico. Una última reflexión, para compartir: el castellano, es extremadam­ente bello. Podemos usar las mismas palabras de siempre para decir cosas nuevas, que sean inclusivas y transforma­doras. O podemos utilizar palabras nuevas. En todo caso, el problema radica en los términos en la calidad de los pensamient­os y de las obras que generemos. La propuesta: usemos el castellano sin extenuarlo, ni extenuarno­s.

Vale decir que el personaje en el cuento, luego de aprender su propio lenguaje, ajeno a las necesidade­s concretas del mundo, no pudo comunicars­e más; y quedó sumido en una triste depresión. Ojalá no ocurra en este caso.

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