San Pablo
Llueve en San Pablo. Una llovizna amable que de a ratos se torna chubasco y obliga a buscar el alero de los edificios y de las tiendas que se levantan en la Avenida Paulista. Una carrerita de un refugio a otro, detenerse un rato, volver a salir porque la lluvia sigue. Aunque la gente en la calle anda con abrigos, tapados, bufandas, botas de caña alta, no hace realmente frío. No como hace en Buenos Aires un día normal de invierno. Serán apenas 15 o 14 grados. Pero se nota que la gente los aprovecha para lucir su atuendo invernal. ¿Cuándo si no? A veces pienso que ya tampoco en Buenos Aires hace frío de verdad. Si me acuerdo de la infancia en mi pueblo, los pies helados adentro de las zapatillas, las manos rojas de frío, los sabañones en las orejas, la piel de los nudillos rasgada, a veces con diminutas gotas de sangre, los gorros y los pulóveres de lana de oveja que tejía mi abuela y que cuando los tocaba el rocío de la mañana olían como el animal de donde provenían. La escarcha blanca resplandeciendo en los baldíos. El agua congelada en la batea de los perros. En las cunetas, los espejos de hielo que rompíamos a piedrazos camino a la escuela. Nunca volví a sentir ese frío.
Ahora estoy bastante lejos de todo eso, del frío y de la infancia. Aun del frío modernizado de Buenos Aires, con calefacción en todas partes, con camperas livianas hechas de tela inteligente.
Me gusta San Pablo, aunque solo estuve dos días hace unos años y voy a estar un día y pico esta vez. Para de llover y me meto en el parque Trianon, una selva en miniatura con vereditas que se meten entre árboles altísimos de tronco liso y brillante y terminan allá arriba en copas que se juntan, se mezclan, no dejan ver el cielo encapotado. Una Venus de mármol aparece entre la vegetación, desde donde la miro parece que la estoy espiando: espío un seno blanco que asoma impúdico debajo del muñón del brazo. En el recodo de otro sendero hay un macetón antiguo, el cemento comido por la humedad y el tiempo. En el corazón de esa pequeña Amazonas una maraña de cables pasa de una punta a la otra. Luisa me dijo que el parque está lleno de arañas, pero no encuentro ni una. ¿Será por la lluvia? A dónde irán las arañas cuando llueve. Fantaseo con que igual me observan desde sus cuevas, desde las guaridas que se armarán en los huecos de los árboles. Solamente de pensar que están ahí, como me dijo mi amiga, que están por más que no se dejen ver, siento que se me hiela el espinazo.
Cuando salgo y regreso a la avenida me llama la atención una casona medio derruida. Es una de la llamada Ruta de los Barones del Café. Según supe está así, más tapera que mansión, tomada por okupas, viniéndose abajo, por un tema de papeles, una sucesión que no puede hacerse, herederos que no pueden ni habitarla ni venderla. Otras dos o tres en las cuadras siguientes se convirtieron en bancos. Quizá sea más digno ser casa tomada que casa donde unos pocos acumulan su dinero mientras otros duermen en las calles.
A la noche iremos a comer a un restorán árabe. Hay una población árabe muy grande en Brasil, le dije al taxista que me lo confirmó. Lo que no le dije es que lo aprendí viendo la última telenovela que vi en mi vida, el primer año que me mudé a Buenos Aires. Vamos a comer con mis amigos argentinos que viven aquí hace un par de años. Al final de la noche vamos a tomar cachaça y voy a atarle a Luisa en la muñeca el pañuelo verde que le llevé desde aquí y vamos a brindar porque el presente es nuestro y feminista, en Buenos Aires y en San Pablo también. El calor es salvaje, tórrido, sensual. Hay una larga bibliografía –ni qué decir una cinematografía– al respecto, pero sobre todo hay vivencias personales, recuerdos en Brasil o en alguna playa de la costa atlántica (los más pudientes pueden remontarse a playas más lejanas y exóticas, pero lo que pasa por la cabeza de los más pudientes me tiene sin cuidado). El calor es muchas cosas, pero sobre todo es lento. El verano, dejando de lado el tono celebratorio de poetas como Gabriela Mistral, Bruno Martino, Gabriele D’Annunzio, Shakespeare, Rimbaud, Bukowski y tantos otros, es el período del año menos indicado para trabajar. La culpa la tiene la costumbre, adquirida desde pequeños, con el ritmo de la escuela, de trabajar de marzo a noviembre. Bueno, resulta que no. La culpa, como era simple imaginar, la tiene el verano mismo. O, mejor dicho, el calor.
Es sabido que toda sensación, toda convicción, para ser creída debe estar certificada por algún estudio científico. Ahora hay uno que explica, datos en mano, que cuando hace calor uno se vuelve más lento y estúpido. Increíble, ¿no? Esta investigación, publicada por la revista académica Plos, de Estados Unidos, se titula Reduced cognitive function during a heat wave among residents of non-air-conditioned buildings: An observational study of young adults in the summer of 2016 (o sea “Reducción de la función cognitiva durante una ola de calor entre los residentes de edificios sin aire acondicionado: un estudio observacional de adultos jóvenes en el verano de 2016”) y está firmada por Jose Guillermo Cedeño Laurent, Augusta Williams, Youssef Oulhote, Antonella Zanobetti, Joseph G. Allen y John Spengler. Estos investigadores muestran que los resultados de algunos test realizados con estudiantes en ambientes climatizados dieron mejores resultados que los obtenidos con otros estudiantes que, en cambio, respondían en ambientes sin aire acondicionado. ¿Es un descubrimiento? En cierto sentido no, porque muchos ya lo sabíamos, pero en cierto sentido sí, porque aún hay quienes creen que en ambientes calurosos se puede hacer algo que no sea desnudarse y esperar a que el tiempo pase. De hecho hay quienes creen –y comprueban– que con calor hacen muchas cosas, muy agradables por cierto. Pero esas cosas no incluyen pensar.
Las respuestas de los estudiantes que contaban con aire acondicionado por lo general eran más exactas pero, sobre todo, eran más veloces. Porque los tests, que se hacían con instrumentos automáticos y teléfonos celulares, permitían medir también el tiempo de respuesta. Los más acalorados empleaban un 10% más de tiempo para responder, y en muchos casos lo que daban eran respuestas erróneas. La conclusión está a la vista: más calor, menos rapidez y más inclinación a cometer errores.
El descubrimiento que, insisto, tan descubrimiento no es, resulta interesante porque configura el escenario de un mundo que se dirige hacia un calentamiento global cada vez más intenso, es decir un mundo poblado por gente un 10% más lenta e incapaz de razonar, como no sea al fresco, en una habitación debidamente climatizada. Pero consumiendo mucha energía.
Como se ve, la estupidez no tiene escapatoria. Lo confirma también la sesión en el Senado del miércoles, donde esta vez pudimos descubrir algo que ignorábamos, esto es, que muchos senadores sufren lisa y llanamente de retraso mental. Que las provincias del norte argentino hayan proporcionado 22 de los 38 votos contra la legalización del aborto tal vez a muchos no les diga nada, pero a la luz de esta investigación yo creo que dice mucho. Todos (repito: todos) los senadores de San Juan, Jujuy y La Rioja votaron por el rechazo. Y no me salgan ahora con las convicciones, por favor, que aquí de lo que hablamos es de lentitud y estupidez.