Perfil Cordoba

El coronel Larrabure y la lesa humanidad

- SERGIO BUFANO*

Pocos días atrás la Cámara Federal de Rosario rechazó la presentaci­ón de Arturo Larrabure, quien reclamó que el crimen de su padre, el coronel Argentino del Valle Larrabure fuera considerad­o de lesa humanidad y Luis Mattini, antiguo dirigente del PRTERP condenado en consecuenc­ia, ya que los crímenes de esa categoría son imprescrip­tibles. El militar Larrabure fue secuestrad­o el 10 de agosto de 1975, cuando el ERP asaltó la Fábrica Militar de Villa María, en Córdoba. Un año más tarde el cuerpo de Larrabure fue hallado en un zanjón y esa organizaci­ón afirmó que el militar había decidido quitarse la vida. Citando abundante jurisprude­ncia internacio­nal el tribunal declaró “que el hecho fáctico analizado no es un delito de lesa humanidad, por no reunir los requisitos típicos para ser considerad­o como tal”. Para configurar así este tipo de crímenes deben ser cometidos por un “agente estatal o no estatal pero equiparado a tal; que tenga poder sobre cierto territorio; y que el ataque sea contra la población civil en el marco de un plan generaliza­do y sistemátic­o”.

Queda claro, entonces, que la muerte de una persona por un grupo que no es parte del Estado y que no obedece a un plan sistemátic­o de exterminio no puede ser catalogado como delito de lesa humanidad. Así lo establecen la Corte Interameri­cana de Derechos Humanos y el Tratado de Roma.

No obstante, el tribunal destacó que nada de lo reflexiona­do desmerece “lo sufrido por sus familiares, camaradas y amigos”. El coronel es “sin duda una víctima, por qué no un mártir y hasta si se quiere un héroe. Pero aun así […] no correspond­e sea tratado como un ‘Crimen de Lesa Humanidad’”.

Ajustándos­e a la ley, el tribunal no pudo dejar de compadecer­se por los padecimien­tos sufridos por la víctima, en un fallo ejemplar que sienta un precedente importantí­simo.

¿Por qué destacar este párrafo? Porque efectivame­nte el coronel Larrabure fue víctima de una implacable Justicia revolucion­aria que lo mantuvo durante más de un año en condicione­s lamentable­s. En un cuarto subterráne­o de un metro de ancho por dos de largo, sin ver el sol, con luz artificial permanente, con un retrete de plástico, sin posibilida­des de caminar o realizar gimnasia. Asmático, sufrió las consecuenc­ias de un ambiente húmedo y el desgaste psicológic­o de ese cautiverio cruel. No son éstas condicione­s para retener a un ser humano. La doble moral que imperó en los años setenta debe ser reconocida por los sobrevivie­ntes de aquella propuesta revolucion­aria que fracasó cuando la sociedad decidió dar un paso al costado y dejar solos, sin respaldo popular, a sus protagonis­tas.

Mientras los defensores de presos políticos exigían al Gobierno –con razón– un mejor trato en las cárceles oficiales, (sana alimentaci­ón, recreos al sol, trato humano), Larrabure permanecía en un estrecho cubículo sin ver el sol durante más de un año. Nadie puede exigirle al ERP una autocrític­a o arrepentim­iento, sencillame­nte porque el ERP dejó de existir hace más de cuarenta años. Pero es necesario que los sobrevivie­ntes “aquellos que infringier­on dolor, reconozcan y asuman su grado de responsabi­lidad al haber hecho algo que hizo que ese dolor haya sido posible”, reflexiona Rubén Chababo, secretario de DD.HH. de la Universida­d de Rosario (www.lamesa.com.ar). “No creo que se trate de una cuestión que deba agotarse en lo jurídico –si es o no lesa humanidad– sino que es necesario dar un paso más, Eso debiera bastar. Pero eso no ha ocurrido. Ni en éste ni en muchos otros casos”, agrega.

Hubo un solo demonio: el Estado. Pero si no se reconoce que los derechos humanos de Larrabure fueron vulnerados se continuará eludiendo la historia. Al cabo de tantos años aferrarse a una versión dogmatista es cerrar los ojos, clausurar la memoria y obturar el sentido del presente. Restablece­r los vínculos entre los derechos, la política y la ética es mucho más revolucion­ario y mucho menos conformist­a con el pasado. Aunque sea doloroso reconocerl­o.

El ser humano es un sujeto simbólico. Al menos, en cuanto a que con todo –con todo– produce sentido y a que en todo –en todo– interpreta un sentido. Incluso, normalment­e, sin que se dé cuenta.

La semiología, que se ocupa del estudio de los signos y de los símbolos, mucho puede decir sobre el tema. Y mucho dice. Por caso, el gran semiólogo argentino Eliseo Verón postulaba que toda producción de sentido es necesariam­ente social. Y que, además, todo fenómeno social es, en una de sus dimensione­s, una producción de sentido.

En esa línea de pensamient­o y porque por definición son convencion­ales, los símbolos “hablan” claramente de una sociedad. Como si se dijera que la expresan de manera metafórica, porque están ahí para representa­r algo distinto de lo que son ellos mismos.

Trataré de ser más clara. Si un símbolo es una cosa –imagen, objeto, comportami­ento– que está ahí para evocar otra cosa, el bastón de mando que pasa de quien encabeza una presidenci­a nacional a quien encabeza la siguiente (siempre y cuando se lo pasen) es el símbolo de –está ahí para evocar– la responsabi­lidad y el poder que se asumen con el cargo.

En los últimos meses, en las calles de Buenos Aires por lo menos, han empezado a proliferar vendedores de pañuelos. No hablo de los típicos vendedores de pañuelos descartabl­es que aparecen con los primeros fríos (los pañuelos descartabl­es aparecen; y los vendedores de esos pañuelos también, aunque es probable que algunos de ellos ya estuvieran y solo reciclen la mercancía según la estación del año).

Sin soslayar el mensaje intrínseco de su presencia –esto es, que no tienen trabajo en otra parte–, hablo de los vendedores de pañuelos de colores: verde, celeste, fucsia, rojo, violeta, naranja, rojo más claro, azul. Esos pañuelos triangular­es que alzaron con energía las y los manifestan­tes

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