Calavera no chilla
No importa tanto la vida que me tocó, sino lo que hago con esa vida. Esta idea esencial en la filosofía existencialista puede provocar vértigo o alivio, según el caso y según las personas. Por una parte, nos libera de la mirada clavada en el pasado, de la queja hacia quienes nos precedieron, padres incluidos. Nos rescata de la jaula de los determinismos. Por otra, nos deja cara a cara con nuestra responsabilidad. Desnudos y sin red ante la vida y ante el mundo. Despojados de culpables a quienes cargarles nuestras frustraciones, imposibilidades, errores, fracasos, elecciones y decisiones. Uno de los mayores referentes del existencialismo, Jean-Paul Sartre (1905-1980), lo sintetizó así: “El hombre está condenado a ser libre, ya que una vez en el mundo, es responsable de todos sus actos”. Somos, entonces, prisioneros de nuestra libertad, que solo se entiende ligada a la responsabilidad.
La sociedad argentina es un muestrario dramático y patético de la negativa a aceptar la libertad responsable. El “mejor equipo de los últimos 50 años”, y su líder, intentan justificar una continua mala praxis económica y social en el Gobierno con un relato, pergeñado por su sofista de cabecera y repetido hasta el hartazgo, que empezó por atribuirle todos los males a la pesada herencia recibida (la vida que me dieron) y se actualizó, a medida que se sucedían las trastadas y los errores propios, culpando a las circunstancias externas: guerra comercial EE.UU.-China, lira turca, recesión brasileña, sequía, inundaciones, apreciación del dólar, etcétera. Por supuesto que, en un mundo ideal, despojado de lo aleatorio y en el que los otros no existieran o fueran simples títeres de nuestro deseo, la felicidad sería completa. Esa felicidad elemental y mágica que el Presidente gusta invocar y prometer. Pero, mientras tanto, nada acerca de la responsabilidad (qué hago con la vida que me toca). Porque otra idea existencialista es que el compromiso, como la respuesta a las consecuencias de las acciones y elecciones propias, se plasma en actos, no en palabras.
Por su parte los corruptos de la “década ganada”, desnudados por evidencias brutales, descargan su criminalidad en la Justicia. No es que ellos robaron, sino que ésta los persigue. Los jueces a los que antes se asociaban ahora ni siquiera son reconocidos como tales. Pero la libertad de corromperse hasta los huesos tiene consecuencias y hay que afrontarlas. Lo mismo vale para los funcionarios y empresarios “arrepentidos”. Las coimas dadas y recibidas no eran obligatorias. Darlas y tomarlas fue una elección. Vivir al margen de la moral y de la ley tiene consecuencias. Vivir dentro de ellas, también. Son elecciones de las que no se puede culpar ni al azar, ni a otros, ni a los astros. Se es lo que se elige ser. De esto no hay escapatoria, por muchas coartadas y atajos que se inventen con ayuda de abogados, voceros o ingeniosos asesores.
Todo el numeroso elenco nombrado hasta aquí es parte de una sociedad, se gestó en ella, no nació de repollos. Por lo tanto, quizás la propia sociedad, en la persona de cada uno de sus miembros, tendría que preguntarse por su responsabilidad en el destino que después padece y para el que busca culpables en primer lugar y luego figuras mesiánicas que la rescaten. Hacerse la pregunta sería un saludable ejercicio de existencialismo aplicado. Y para ese ejercicio bien vale recordar una idea que Albert Camus (1913-1960), luminoso exponente de esta filosofía, expresaba en su novela
“Todas las desgracias de los hombres provienen de no hablar claro”. También decía Camus que inocente es quien no necesita explicarse. Y en los últimos tiempos estamos saturados de explicaciones enrevesadas y contradictorias para las pésimas prácticas políticas y económicas, para las acciones corruptas, para los fracasos seriales, para las injusticias de la Justicia. Nada diferente puede suceder donde no se habla claro ni se asumen como propias las decisiones tomadas, las elecciones hechas. Es decir, cómo se elige vivir, hacer negocios o gobernar. En criollo, calavera no chilla.
Es difícil imaginarlo como piloto de tormentas. Más aún, descifrar si Mauricio Macri tiene una dimensión cabal de la crisis por la que atraviesa y sus potenciales peligros. En la última semana se desvanecieron eufemismos ante el dramatismo de una realidad que se plasma en números y se niega en discursos. La disputa comunicacional cambió de eje: ya no se pelea el “diagnóstico” sino a quién endilgar la responsabilidad de tanta impericia.
Cambiemos llegó al poder con una jerga electoral abundante en recetas fáciles para cuestiones complejas. Si los problemas estructurales no habían sido resueltos en una Argentina cíclica y recurrente se trataba de males de gestión, no de política. Con la liviandad de aquellos que creen no deberle nada a nadie y mucho menos tener que rendir cuentas, las promesas electorales que supieron construir expectativas y empatías cayeron como naipes.
Recurrir al FMI representó el fin de la ilusión, en una memoria colectiva plagada de fantasmas. El intento de construcción de la “épica del ajuste” solo pudo ser el resultado de una mala lectura política. Al Presidente se lo expuso, o se expuso, al simulacro de la “calma” pidiendo “sacrificios”. Sus intervenciones, ensayadas y leídas con dificultad, fueron más de lo mismo: decepcionantes, contraproducentes. Los mercados dejaron ver que los traspiés económicos habían minado la confianza. Para una nutrida parte del resto de la argentinidad crítica, que en-globa a votantes y no votantes, la gestualidad compungida y la respiración entrecortada, mostraron a Macri tratando de imprimir una autoridad que se ha ido desvaneciendo a la par del desencanto. La supresión del discurso político en pos de la receta del ajuste, segmenta a la “audiencia” entre los actores económicos (los que verdaderamente importan) y los “otros”, como parte de una coreografía desacompasada y secundaria.
El PRO no está entrenado para aguantar crisis ni sortearlas. Nació etéreo, conceptualmente