La cárcel de San Martín guarda entre sus muros las historias más oscuras
Mientras avanzan los trabajos para transformarla en un espacio destinado a la memoria y la difusión cultural, la mole de cemento aún deja oír las voces de presos que pasaron por allí.
El 2 de abril de 2015 cerró sus puertas el Establecimiento Penitenciario N°1, más conocido como Penal de San Martín. Desde ese momento diversos proyectos buscan revalorizar el lugar y convertirlo en un espacio dedicado a la memoria y a la difusión de la cultura local, pero aún es poco lo que se avanzó. A pesar de que los trabajos en algunos sectores ya comenzaron a tomar impulso, la vieja cárcel mantiene su fisonomía y su lúgubre aspecto.
En sus paredes descascaradas, víctimas del paso del tiempo y el abandono, aún suenan en forma de improvisados graffitis las voces de los presos que pasaron por allí. Escritos con lapiceras, o con cualquier otro objeto que permitiera dejar una huella en esos muros, quedan mensajes dedicados a amores no correspondidos, a los hijos, leyendas religiosas, pasionales dibujos que pretenden graficar el amor por algún club de fútbol y también perduran aquellas epístolas tumberas más amenazantes destinadas a otros internos.
La gigantesca mole de cemento ubicada en la calle Colombres al 1.300 de barrio San Martín, diseñada por el arquitecto italiano Francesco Tamburini e inaugurada el 3 de enero de 1895 durante la gobernación de José Echenique, permaneció abierta 120 años.
Por sus celdas pasaron cientos de presos que guardan en sus retinas recuerdos de una de las cárceles más duras que tuvo la provincia. Uno de ellos es Raúl Sosa, también conocido como “Papá Sosa” o “Sosita”, detenido en dos oportunidades en San Martín. Catorce años permaneció allí, hasta 2005, justo unos meses antes de que se desatara el sangriento motín que dejó un saldo de ocho muertos y acaparó la atención de todo el país. Sosa, quien también fue combatiente en Malvinas, tuvo un rol clave durante las horas más tensas del recordado episodio, actuando como negociador entre los presos y la policía.
“El motín era algo que todos veíamos venir. A mí me tocó salir apenas un tiempo antes, pero había un fuerte malestar cuando empezaron con las restricciones. La convivencia era muy complicada por la sobrepoblación. La cárcel era para 870 personas y había 1.670 internos cuando se desató el motín. Los baños eran excusados en mal estado, con hongos, lugares podridos. Te sentabas y caía bosta del techo donde estaban los baños del piso superior. Era un desastre. Nos alimentábamos con lo que traía la familia o lo que aportaba ‘la ranchada’. Era un lugar en el que ningún ser humano debería estar”, describe Sosa con dureza. “El pabellón 13 era de aislamiento. Lo llamábamos ‘nichos’ porque eso es lo que eran, ni colchón había ahí. Yo hice varias huelgas de hambre e incluso me cosí la boca para reclamar mejo-