Candidatos sospechados
Uno de los flagelos que asuelan a la sociedad argentina desde hace casi tres décadas es el de la escandalosa corrupción enquistada en las más altas esferas de la estructura estatal. Las causas judiciales en las que se investigan graves hechos delictivos presuntamente cometidos por Carlos Menem y Cristina Fernández, que gobernaron dieciocho años y medio de los últimos veintinueve, son cabal prueba de la existencia del referido flagelo.
Es curioso advertir que ambos ex mandatarios se refugian en los fueros parlamentarios que la Ley Fundamental confiere a los legisladores, y actualmente ocupan una banca en el Senado de la Nación, que es el órgano más elegido por los ex primeros mandatarios para continuar sus carreras políticas después de terminar sus gestiones. Efectivamente siguieron ese nueve de los treinta y tres expresidentes constitucionales que gobernaron la Argentina desde 1854. Ellos fueron Bartolomé Mitre, Domingo F. Sarmiento, Nicolás Avellaneda, Carlos Pellegrini, José E. Uriburu, Ricardo Alfonsín, Carlos Menem, Adolfo Rodríguez Saá y Cristina Fernández.
Desde la protección de los fueros, Menem ha podido renovar su banca legislativa en dos oportunidades, Cristina Fernández pudo acceder a la misma en 2017, y ya se sospecha que podría ser candidata a presidente en 2019. Lo que la sociedad se pregunta es cómo sujetos investigados por hechos tan graves pueden ser candidatos a ocupar cargos públicos. La respuesta es increíble, porque la legislación electoral de nuestro país no solo autoriza a un investigado penalmente a ser candidato, sino que también les confiere dicha autorización a quienes eventualmente están en prisión preventiva, y hasta a quienes han sido condenados por una sentencia, en la medida en que ella no esté firme, es decir, que aún tenga posibilidad de ser apelada.
Se dirá que quienes no tienen sentencia firme gozan de presunción de inocencia. Es cierto, pero también lo es que la presunción de inocencia es un derecho de todo sujeto investigado judicialmente, y como tal no es absoluto.
¿Es irrazonable restringir el derecho a la presunción de inocencia de un individuo al que se ha condenado en sede penal? Es evidente que, a medida que avanzan los procesos judiciales y aumentan las sospechas de culpabilidad manifestadas en prisiones preventivas, elevaciones a juicio oral o condenas de primera y segunda instancia, la presunción de inocencia disminuye en forma inversamente proporcional. Pues es lógico entonces que, en instancias penales en las que dicha presunción de inocencia está harto debilitada por la aparición de evidencias de culpabilidad, el sujeto investigado quede inhabilitado para pretender ocupar un cargo público.
Tal vez sea necesario recordar a los mal llamados “garantistas” que el mismo Pacto de San José de Costa Rica (Declaración Americana de los Derechos del Hombre) autoriza a reglamentar los derechos políticos en función de determinadas pautas, entre las que se encuentran expresamente mencionadas la “condena” (art. 23, inc. 2). El Pacto no agrega el aditamento “firme” y por lo tanto la legislación podría impedir a un “condenado sin sentencia firme” la posibilidad de ser candidato.
Al fin y al cabo, el art. 33 de la ley de partidos políticos, que es el que define quiénes no pueden ser candidatos, inhabilita para ello a los procesados por haber cometidos delitos de lesa humanidad durante la última dictadura militar, relativizando el principio de presunción de inocencia en ese caso concreto. Vale la pena señalar que la ley fue propiciada y sancionada durante la gestión del kirchnerismo.
Una sociedad cuyos integrantes se caracterizan por convivir al amparo de valores éticos y morales consideraría inadmisible que un sujeto gravemente sospechado de cometer un delito pueda pretender conducir sus destinos. Ni hablar cuando los sospechados, procesados o condenados sin sentencia firme son ex presidentes de la República. La pregunta a formularse es si la sociedad argentina tiene dicha característica.
Dos semanas atrás, analizando la crisis económica, institucional, política y social en Argentina, esta columna intentaba responder a la posibilidad de que entre nosotros apareciera “un Bolsonaro”. Señalaba, entre otras variables, que “sigue latente un nacionalismo populista ‘duro’, en línea con la primigenia vocación mussoliniana del peronismo. La derecha nacionalista, sectores corporativos, de la Iglesia Católica y las Fuerzas Armadas comparten ese ideario” (https:// www.perfil.com/noticias/ columnistas/todo-a-la-derecha.phtml).
Una semana después, el arzobispado de LujánMercedes dio su aval, con la presencia del obispo Agustín Radrizzani, a una misa organizada por gremios combativos y movimientos sociales, con los camioneros de Hugo Moyano a la cabeza y la confluencia del kirchnerismo y otros sectores. Hubo otros gestos, como reseñó un colega: (https://www. lanacion.com.ar/2185038el-caos-como-metodo). En total, un claro respaldo de la Iglesia Católica a la confluencia del kirchnerismo con sectores peronistas con los que estaba, si no enfrentado, al menos al margen. Es el caso de los Moyano. Si se tiene además en cuenta la filiación peronista del papa Francisco y sus reiteradas muestras de simpatía a sus dirigentes sindicales y políticos, las luchas internas vaticanas, los escándalos eclesiásticos de pedofilia, la escalada evangelista y, en ese contexto, la necesidad de la Iglesia de recuperar terreno, es posible que en Argentina acabe apoyando un programa “de orden” con el peronismo como columna vertebral.
El mundo entero se va envolviendo en el desorden, la violencia y el consiguiente reclamo social de “firmeza”, tanto si la proclama un líder de extrema derecha como Bolsonaro o un “defensor de los trabajadores”, pretendidamente “de izquierda”, como Cristina Fernández o Nicolás Maduro. El discurso y su aplicación pueden resultar distintos, pero en ambos intrincado de la situación argentina es que los saboteadores, tanto fuera como dentro, practicaban ilegalmente la oposición a una ley –en el fondo, a una política económica– para lo cual les sobran razones, aunque no ofrecen alternativas.
La confusión, dentro y fuera, arriba y abajo. Desde el Gobierno, una propuesta republicana y una política económica destinada a agudizar la confrontación social y, tal como va el mundo, al fracaso. Enfrente, una oposición populista poco o nada republicana, cuando no “anti”, que desde el gobierno aplicó una política económica clientelista que de diluirse y pervertirse en la marea populista.
Lo positivo es que también al peronismo le afectó la crisis, dando lugar a algunos líderes con atisbos republicanos. En el radicalismo, algunos sectores se apartan de Cambiemos y tienden a confluir con la socialdemocracia, que en Santa Fe dio pruebas de decencia y eficacia.
Todo puede ocurrir, hasta un amplio acuerdo de orden republicano y cambios estructurales capaces de suscitar respaldo popular. Es por ahora remoto pero, como dicen, la esperanza es lo último que se pierde.