La edición universitaria hoy
como la lengua de la ciencia y la cultura. Todos los puntos tienen como eje la construcción de soberanías: lingüística, científica y cultural.
Ahora bien, este programa solo puede concretarse si existe una política de Estado a largo plazo, donde se les permita a las universidades desenvolver actividades complementarias y estratégicas para el desarrollo de la nación, más allá de sus funciones básicas. Y este aspecto es incluso más importante que la crisis presupuestaria, porque si la edición no es para los rectores algo verdaderamente estratégico, el peligro es caer en la dicotomía de gestionar sobre lo urgente relegando lo importante.
Y ya sabemos lo que ocurre cuando en la gestión de los recursos públicos se trabaja solo para lo urgente: la desidia se impone a la proyección; el caos mina la eficacia en el uso de los recursos humanos y económicos y el fracaso es, en muchos casos, el menor de los problemas.
En tiempos de crisis como los actuales, el ecosistema del libro necesita la intervención del Estado. Si se le da vuelta la cara al libro y a lectura (el mismo presidente Macri dice preferir ver series en Netflix que leer un libro), en un país donde el Estado dejó de comprar libros, donde la reducción y subejecución presupuestaria en Educación es brutal, no hay lugar para pensar que el libro sea un prioridad para el Gobierno.
Con apertura indiscriminada de libros, con tarifas que crecen arriba del mil por ciento, con una devaluación de cien por ciento en menos de tres años, no hay posibilidades de traducciones que nos permitan leer las novedades del saber que se produce en otros lugares del mundo, y por ende nos reducimos. Sin extraducciones no tenemos chances de hacer conocer, en otras lenguas, lo que se produce aquí, en nuestras universidades, y reducimos el capital simbólico de nuestros investigadores, escritores y científicos. Todo lo que marginemos al libro y a los bienes culturales nos reduce y nos condena a vivir, a las grandes mayorías de este país, como liliputienses.