No llores por mí, G20
o enfurezcan por ello. Sí puede virar hacia el oportunismo cuando el aparato comunicacional presidencial (que incluye a ciertos medios y periodistas) propaga ese gesto. Ya estamos en campaña.
Más allá del debate lagrimal, la cumbre ha significado un punto a favor para el Presidente, que consolida una política exterior y una imagen
como uno de los aspectos más altos de su gestión.
Parece una verdad de Perogrullo decir que es mejor estar dentro que fuera del G20. Lo cierto es que hay sectores políticos nac & pop que intentan desmentir semejante obviedad.
Macri puede colgarse la medalla de haber organizado una cumbre exitosa, independientemente del efecto real en la política y el comercio globales, que dependen de los grandes en serio, como EE.UU. y China. La administración Cambiemos, claro, se adjudicará todos los méritos y caerá en ese egocentrismo tan argentino de creernos el centro del mundo. Ni muy muy, ni tan tan.
El desafío debería pasar por dos planos. En el orden internacional, que la Argentina se sume a los debates mundiales y aporte miradas imprescindibles aun desde la periferia a la que pertenecemos. Los problemas domésticos, graves, no tendrían que ser un impedimento (si no, que lo diga Macron y tantos otros). En el aspecto local, que las bilaterales del G20 le permitan al Estado avanzar en acuerdos de cooperación e inversión serios y sustentables, no tanto para la tribuna o para una fuerza política determinada.
Y hablando de fuerza, otro gran punto a favor: el G20 se llevó a cabo con protestas pero sin incidentes. Buenos Aires no fue tierra arrasada o escenario de guerra callejera, como hemos visto en cumbres anteriores (caso Hamburgo) y en no pocas marchas porteñas. El caos de hace solo una semana alrededor del Monumental disparó los peores augurios. Ni Perogrullo podría haber profetizado calma semejante. Esto debería emocionar más que el show del Colón.