Una familia muy normal
Con esta sentencia perfecta: “Todas las familias felices se parecen unas a otras; pero las infelices lo son cada una a su manera”, empieza la magnífica novela
a contar las disfuncionalidades de los Oblonsky. En esa casa andaba todo trastocado y las desavenencias del matrimonio se esparcían en los hijos y sus sirvientes; el cocinero, los cocheros y la institutriz esperaban que les saldaran los sueldos para salir de ese infierno.
Si esos niños tuvieran rostro, si esos habitantes del universo literario de León Tolstoi pudieran ser vistos en su fisonomía, con sus desgracias a cuestas, mutilados por el dolor y el fastidio, podrían ser parte de la constelación de pinturas de Verónica Gómez. Cuadros elegantes, que exhiben la falta y la ausencia. No solo porque haya carencia de algún ojo o cicatrices. Los retratos tienen el desvío y la locura que los vuelve de una estremecedora belleza. La niña con trenzas mira de costado. Un poco bizca para reforzar en esa deriva del ojo, en la incontinencia visual, la molestia que se percibe en sus hombros apretados, gesto adusto y peinado tirante. Su hipotética hermana mayor lleva un moño ajustado, mira con desconfianza y aprieta un ave extraña entre los pliegues de su ropa negra.
Gómez pinta una saga familiar que sostiene en las particularidades de sus miembros de edades y roles. Nos habilita a imaginar sus posiciones en ese reparto. Un universo acotado que explora el interior del ambiente doméstico en las caras de sus habitantes y además, un estado de ánimo. Ese que corrobora la pertinencia de su desgracia.