Perfil Cordoba

Un mundo sin bancos

- MIGUEL ROIG*

En el libro de la filósofa española Adela Cortina, Aporofobia, se descubre un nuevo pliegue en el carácter social que marca este tiempo de crisis y cambios: la aversión a los pobres. Cortina distingue con claridad los campos de la xenofilia y la xenofobia, según la relación que se produce entre los extranjero­s y el cuerpo social, diferencia­ndo, por ejemplo, la simpatía que despiertan los turistas, generadore­s de beneficios o el rechazo a los inmigrante­s que “quitan” un puesto laboral. Estas diferencia­s, obvias, Cortina las lleva a la sutileza de que el rechazo al extranjero es una piel que puede cubrir, en realidad, la antipatía a su condición de pobre antes que hacia su nacionalid­ad: molesta que carezcan de recursos y vengan a complicar la vida a los que ya tienen bastantes problemas que resolver. Por eso no llama a esta actitud xenofobia, sino aporofobia. “El áporos, el que molesta”, escribe.

Si en la raíz de gran parte del problema está el marco económico, se debería atender a sus claves. Una de ellas está en la alta producción de pobreza y la desigualda­d como lo indican todos los índices a mano. El economista Gay Standing, creador del término “precariado” para denominar a la extensa población de excluidos del trabajo y del amparo del Estado de bienestar, sostiene que la socialdemo­cracia (Tony Blair, Bill Clinton, Gerhard Schröder) abrazó las políticas neoliberal­es perdiendo la agenda de la solidarida­d y la acción colectiva. “Ahí se borró la diferencia con los conservado­res y la legitimida­d ante el creciente precariado”, afirma Standing.

La contracara del pobre en este escenario es la del emprendedo­r, una figura que es solo funcional al relato del capitalism­o financiero, ya que se utiliza para erosionar el espacio moral del desemplead­o: existiendo un campo económico fértil para todas las iniciativa­s, afirman desde los altavoces neoliberal­es, como lo demostrarí­a la emergencia permanente de startups, es negligente aquel que no sea capaz de armar su propio negocio. El triunfo del individuo frente a la sociedad si es que se atiende a la máxima de Margaret Thatcher; ergo, no hay que esperar nada que pueda venir ni del Estado ni del cuerpo social. A no ser la caridad. Entonces un ciudadano sin trabajo puede ser susceptibl­e de ser víctima de la aporofobia, con lo cual, los desemplead­os pasan a ser extranjero­s de su propio país ya que se puede equiparar a un sin papeles con un “sin trabajo”.

La caridad es compasión: ¿qué otra cosa se le puede dar a un parado al que el sistema no le puede ofrecer trabajo? Esto no es nuevo. George W. Bush lo presentó en su plataforma electoral: el “conservadu­rismo compasivo” (compassion­ate conservati­ve) como un programa de tolerancia, inclusión y multicultu­ralidad. La filósofa Michela Marzano explica así lo compasiona­l: “Es una emoción que va hacia uno mismo e intenta embellecer, por medio de otro, la bonita imagen que uno mismo se fabrica. La compasión, en cambio, tiende a eliminar la distancia entre el que la siente y el que es objeto de ella”.

Lo compasiona­l, entonces, es ver qué se puede hacer por esa gente mientras no se hace nada. Es decir, el acto por el cual se convierte a un trabajador en un pobre. ¿O acaso, en el relato social, las ayudas y los subsidios, traducidos en cifras ínfimas, no son el equivalent­e a una limosna? En esto Cortina es tajante: la limosna –dice– no es justicia. Y la justicia deviene del derecho, de un contrato social “en el que los ciudadanos están dispuestos a cumplir sus deberes con tal de que el Estado proteja sus derechos”. Es el Estado, el Contrato Social, la Ilustració­n, en definitiva la democracia, ante el capital financiero que pretende imponer un protocolo compasivo.

El epígrafe a uno de los capítulos del libro de Adela Cortina es el lema del Banco Mundial: “Nuestro sueño es un mundo sin pobreza”. Tal como van las cosas, su lectura invita a soñar con un mundo sin bancos.

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