Perfil Cordoba

De lo eterno en el hombre

- LAURA ISOLA

Los esfuerzos de los jardineros de la reina del País de las Maravillas son denodados: ¿Querrían hacer el favor de decirme –empezó Alicia con cierta timidez–, por qué están pintando estas rosas? Cinco y Siete no dijeron nada, pero miraron a Dos. Dos con vocecita temblorosa: Pues, verá usted, señorita, el hecho es que esto tenía que haber sido un rosal rojo, y plantamos uno blanco por equivocaci­ón, y, si la reina lo descubre, nos cortarán a todos la cabeza, sabe.

Cambiar las rosas, aun en la ficción, parece tarea imposible. Aunque peligren sus vidas, el color de las flores no es asunto de pintores. Hay en la misma esencia de la naturaleza un impulso de conservaci­ón. En ese ciclo evolutivo de todo aquello que forma parte de ese reino, nacimiento, apogeo, decadencia y muerte, encarna la idea de que nos sobreviva. Somos unos pobres condenados a engendrar sustitutos de ella para contrarres­tar lo efímero de la existencia. En ella misma está el aliento de esa utopía. En su constante reproducci­ón. Por eso, la culpa es de las flores. El que lo detectó fue Román Vitali. Se las apropió en sus colores, les copió los movimiento­s. En la difícil tarea de imitarlas, las dejó en el camino y se quedó con sus propios hallazgos, únicos. La paradoja de una copia es volverse mejor que su original. No se supo más qué fue de las campanilla­s, de esos lirios azules y las crestas de gallos, ni de las azucenas que alguna vez tuvieron destino perecedero. Porque Vitali les insufló una nueva vida artificial. Las sustrajo para el arte contemporá­neo, e hizo que se olvidaran de sus jardines y praderas. En fin, las volvió eternas.

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