El Presidente y los símbolos
Con la capacidad de simbolizar, la especie humana efectuó un salto cuántico en su proceso evolutivo, diferenciándose de manera definitiva de las demás especies, con las que biológicamente comparte mucho. Las primitivas pinturas rupestres y las tablillas de cerámica en las que apareció la escritura cuneiforme son algunos de los primeros testimonios de esa capacidad, que se plasma en el arte, en la literatura, en la poesía, en la interpretación de los sueños y en diversas experiencias de la comunicación y la creatividad humana.
Un símbolo expresa algo no racional, indescriptible en el lenguaje cotidiano y ordinario, va más allá de lo tridimensional y revela cómo la mente se abre a dimensiones complejas lejanas de lo obvio y tangible. Así lo explica el psicoanalista francés Eugene Pascal, autoridad en el pensamiento de Carl Jung (quien a su vez se internó profundamente en la comprensión de la función simbólica). Sin la capacidad de simbolizar viviríamos en una realidad plana, de un racionalismo agobiante, repetitivos y aburridos. El racionalista unilateral, dice Pascal, está desafortunadamente separado de corrientes profundas de la vida, por donde fluye lo inconsciente y lo arquetípico. Pierde mucho de la riqueza que ofrece el inconsciente colectivo a quienes pueden captar metáforas, alegorías, parábolas.
Cuando el presidente Macri expresa su estupefacción al no comprender por qué le critican el haber tomado vacaciones, permite la sospecha sobre su pobre capacidad de simbolización. Porque la crítica no alude al período de descanso en sí, sino al valor simbólico del momento, el lugar, la modalidad, la comunicación y la exhibición de imágenes de esas vacaciones. No se trata del descanso, no. Solo que muchísimos de ellos no pueden hacerlo, aunque quieran, otros se encuentran con descansos forzados, debido a despidos o suspensiones en su trabajo, y muchos, que sí se toman un recreo, transcurren esos días con angustia, preguntándose qué les espera al volver y cuánto peor podrá ser este año respecto del anterior. Preguntas en cuya génesis la gestión del gobierno tiene una gran responsabilidad.
Para decirlo con otras palabras, quienes lo critican simbolizan. Porque ven y entienden aquello que ni él ni sus asesores comunicacionales, políticos y filosóficos ni los intelectuales cortesanos captan. Que hay siempre un “qué” y un “cómo”. El “qué” es lo plano, lo evidente, lo obvio. El “cómo” es la transformación de lo obvio en símbolos que se abren a la interpretación, ese formidable atributo humano.
La comprensión de lo simbólico es una poderosa herramienta no solo artística, no solo psicoterapéutica, sino también política. “Sangre, sudor y lágrimas” en boca de Churchill no era una promesa literal, era extraordinariamente simbólica y movilizó a un pueblo que entendió el símbolo. Cuando Mandela, como presidente, promovió y logró el apoyo de la población negra a los Springboks, la selección sudafricana de rugby que representaba el apartheid, realizó una magnífica acción simbólica en la búsqueda de la reconciliación. Quienes gobiernan y tienen capacidad de simbolizar pueden crear y sostener visiones convocantes, pueden afirmar, aun en los peores tiempos, la esperanza de que hay un futuro y de que este es colectivo. En boca de estadistas así la palabra “juntos” adquiere dimensión de símbolo, está henchida de contenido. En quienes carecen de esa capacidad es un sonido vacío, no dice nada, aunque se repita mil veces en Instagram, en avisos de YouTube, en Facebook o en desvaídos mensajes grabados para la televisión.
No solo la sensibilidad para comprender lo simbólico es importante siempre, y más aún cuando se gobierna. También lo es la empatía. Decir que el de presidente “es el peor trabajo del mundo” (cuando además se tiene a la reelección como proyecto excluyente) es un poquito irrespetuoso hacia tantas personas con trabajos insalubres (hacia los cuales viajan mal y mucho cada día), precarios, mal pagos o, directamente, sin trabajo. ¿Se cambiaría el Presidente por ellas?
Atrás quedaron las reacciones incómodas o adversas que, hasta ayer nomás, Jair Bolsonaro generaba con su lenguaje hostil y prédica guerrera. Su triunfo sacó del rincón “vergonzante” a quienes lo apoyaron entre bambalinas y que hoy lo admiten sin recelos.
Son tiempos condescendientes para el flamante presidente de Brasil, en los que parte del establishment económico, político y mediático se esfuerza por “traducir” en clave “civilizada” los dichos aberrantes de un mandatario desbocado, impredecible y aferrado a sus prejuicios. De iguales prerrogativas parecieran gozar Donald Trump, algunos líderes de la ultraderecha europea y varios funcionarios o referentes de la política doméstica. No se trata de nombres o territorios, sino de anteponer intereses a principios.
Se ha evaporado el asombro, o la mirada ética como ordenadora de ciertos límites. Quizás a fuerza de repetición lo que parecía amenazante, autoritario, xenófobo, anacrónico o mesiánico se incorporó a una agenda mundial que se debate entre seguir deteriorando los resortes de una democracia en crisis, o fortalecerla y sanarla haciéndola más inclusiva, participativa e incorporando nuevos protagonistas. De eso se trata, finalmente.
Se requiere de malabares sintácticos o altas cuotas de cinismo para “naturalizar” la mentira o el espanto. “El infierno son los otros”, decía magistralmente Sartre a la hora de culpabilizarlos o de intentar justificar la propia indiferencia. Poco importa si se trata de niños muertos en la frontera estadounidense, de barcos atestados de refugiados boyando por un Mediterráneo convertido en tumba, de una desigualdad que crece o de una “civilización” que se repliega en lo peor de sí misma. Bastaron dos años para que el “delirio” de Trump de construir un muro –luego de décadas en que la humanidad se empeñó literal y simbólicamente en derribarlos– hoy parezca una idea poderosa presidencia al ser “eliminado” el candidato favorito en las encuestas, que Lula lleva arbitrariamente nueve meses preso y que el juez que lo condenó sin pruebas pero con “convicción” es el nuevo ministro de Justicia. Moro, el supuesto “héroe incorruptible”, resultó ser el villano leguleyo, legitimador de la arbitrariedad y el autoritarismo.
Días atrás,
advertía sobre la intención republicana de suprimir votos de las minorías con triquiñuelas tales como aumento de requisitos, restricción del voto temprano, eliminación de ciudadanos electorales “convenientes”, manipular voluntades, ningunear el poder de la convicción por sobre el marketing y, todo el tiempo, patear la pelota fuera de la cancha.
El politólogo brasileño Martín Eigon Martino define a Bolsonaro como “la derecha sin vergüenza”. En los próximo días se encontrará con Macri. Ojalá ambos recuerden al alemán Georg C. Lichtenberg: “Cuando los que mandan pierden la vergüenza, los que obedecen pierden el respeto”.