Falsa antinomia
Uno de los principios con los que nace el derecho penal liberal es el principio de “última ratio”, que quiere resumir la idea de que la respuesta punitiva (el uso del sistema penal, el castigo, la cárcel) es –debe ser siempre– la última opción o alternativa para el Estado, cuando todos los otros mecanismos hayan sido agotados. Hoy asistimos en la región al paradigma inverso (a un retroceso antiliberal, ya que el garantismo es una filosofía liberal igualitaria, que apuntala al desarrollo más que a la criminalización de la pobreza, que siempre termina en un círculo vicioso del que se hace muy difícil salir): la idea de que el sistema penal, la persecución penal (el aumento de potestades de las fuerzas de seguridad, la baja en la edad de imputabilidad, nuevos protocolos para ampliar la actuación de la policía, restitución a la fuerza de policías sospechados de crímenes graves, etc.) como primera opción, esto es, como única “respuesta” que brinda ante diversos conflictos sociales el Estado. Cuando la ministra Bullrich cuestiona el garantismo penal, está diciendo que gran parte de los problemas que vivimos los argentinos se deberían a las garantías constitucionales, lo cual es poco menos que absurdo. Pero esta política (de mano dura, antigarantismo) ha demostrado ser contraproducente en todos los países donde fue aplicada. Solo ha incrementado la conflictividad y la violencia, agravando todos los problemas que dice en teoría venir a prevenir o a resolver.
El sistema penal es de “última ratio” por un segundo motivo: los juristas liberales sabían que el sistema penal (la cárcel, el castigo, y por eso nuestra Constitución reza que la cárcel será “para seguridad y no para castigo de los reos detenidos en ellas”) no “resuelve” conflicto alguno, apenas si lo “suspende” por un plazo determinado de tiempo (el estrecho plazo en que la persona queda detenida, que no debiera ser eterno). Pero nuestras dirigencias cometen otro error severo: toman esta “suspensión” (del conflicto, transitoria y muy precaria) como una “respuesta”, como una (la única que parecen conocer nuestros dirigentes y parte de la Justicia) “solución” al problema. Por eso aplican el encarcelamiento masivo preventivo (incluso durante el proceso, lo cual mancilla el principio de inocencia), porque toman la cárcel como lo que no es: como una “respuesta”. Como “solución”. Como “salida”.
Esta política represiva se sostiene sobre una falsa antinomia, hoy repetida por nuestra ministra de Seguridad: la falsa oposición entre derechos humanos de unos (fuerzas de seguridad) contra derechos humanos de otros (ciudadanos que delinquen). En un Estado de Derecho todos tienen los mismos derechos humanos y garantías. La antinomia es falsa y viene con una prédica beligerante, que usa la retórica militar para instalar la idea de que en el país hay una “guerra” al delito, una guerra para la cual las garantías procesales y constitucionales pasan a ser representadas peligrosamente como un “obstáculo”, como un problema. Así este discurso llega al corolario antidemocrático más cuestionable: plantea que la razón de los problemas sociales que atraviesan los argentinos no se deben a políticas económicas o criminales equivocadas, que agravan cuadros sociales de exclusión y marginalidad, sino que el problema de fondo serían las garantías y los derechos humanos que figuran en nuestra Constitución, que serían un “obstáculo” o escollo en la “guerra” al delito. Pero los derechos humanos no son un “obstáculo” para la democracia. Son la única “salida”. La única respuesta posible.
Entre otros datos, los modos de hablar –las palabras, las estructuras, las cadencias– caracterizan a cada individuo y permiten que sus interlocutores los reconozcan y los recuerden. Así, cada presidente argentino de la democracia ha delineado (conscientemente o no, eso no importa) un estilo identificable. Me ocuparé de los que estuvieron más tiempo en su función.
El presidente Raúl Alfonsín, con su prosa atildada y retórica –propia de un discípulo de Aristóteles–, nos acostumbró a las expresiones matizadas: “Estoy persuadido”, le confesaba a la multitud en sus discursos. Y solía hablar de sus propias acciones en primera persona del plural. “Mediremos nuestros actos para no dañar a nuestros contemporáneos en nombre de un futuro lejano”, dijo en su discurso inaugural del 10 de diciembre de 1983.
Desde luego, el presidente Carlos Menem (con su característica tonada riojana) trajo cambios. No solo no se privaba de equivocarse en público sin culpa. Con un estilo que se registraba como propio de los futbolistas –¿lo habrá introducido César Luis Menotti cuando dirigía Huracán por el 73?–, Menem hablaba de sí en tercera persona. “El presidente de los argentinos” decía al hacer menciones autorreferenciales.
El presidente Fernando de la Rúa (que ojalá se recupere muy pronto) se distinguía por el ritmo cansino de su expresión. Los más memoriosos recordarán un aviso televisivo de campaña en el que, de frente a la cámara y con tono monótono, articulaba “Dicen que soy aburrido”. Y recordarán sus discursos, leídos con gestualidad casi escolar.
Néstor Kirchner, por su parte, nos advirtió –de manera tácita–, desde el mismo día de su asunción como presidente, que su estilo sería descontracturado. Acostumbraba dialogar (oblicuamente) con sus opositores. Y buscaba, en su discurso, mostrarse como un ciudadano más, tan al uso como de los presidentes argentinos y buscó construir la imagen de una ciudadana normal, sin serlo nunca.
Quisiera detenerme, con todo, en el actual presidente. Mauricio Macri, quizás dócil –y sabedor de que lo suyo no es la palabra–, suele emplear los términos que le proponen los gurúes del marketing político. “Juntos” y “Gracias” repitió una y otra vez en las últimas campañas.
Pero la expresión que más pareciera diferenciar su estilo es el empleo del gerundio. Derivado verbal, el gerundio –que siempre termina en -ndo– instala la idea de una acción en continuado, una acción en desarrollo. Una “en positivo”, el gerundio de Macri convoca la idea de una progresión que no se termina.
He allí el dilema.
Si el modo de hablar de cada presidente colaboró en configurar no solo su estilo propio sino también –al menos en alguna medida– el de su gobierno, ya cercanos al término del (¿primer?) mandato de Mauricio Macri, la impresión que se tiene es que no se ve la luz al final del túnel. Y eso, qué quiere que le diga, me está preocupando un poco.