Las falsas ilusiones
Ecuenta la historia del príncipe de Salina, Fabrizio Corbera, cuando llegan a Sicilia las fuerzas de Giuseppe Garibaldi en 1860. La revolución traerá la caída del absolutista rey Francisco II de Nápoles, el advenimiento de la monarquía constitucional y la unificación de Italia con el reinado de Víctor Manuel II, monarca de la casa de Saboya. Es entonces el fin de una época; se acaba el protagonismo de la aristocracia que deberá ceder espacio a la incipiente burguesía, al ideario liberal.
El príncipe de Salina asiste a este desplazamiento del poder, primero con asombro, pero después con un pragmatismo que exterioriza y hace famoso uno de los temas de la novela, el manido “Si queremos que todo siga como está es preciso que todo cambie”. Sin embargo, hay una lectura existencial de la vida que posiblemente sea lo más valioso de la obra y que permanece opacado por el llamado “gatopardismo” que remite a la frase citada.
El príncipe interactúa con los personajes del pueblo, especialmente con Calogero Sedàra, un burgués de escasa cultura que es intendente del lugar y posee una inmensa fortuna producto de sus negocios inmobiliarios. Sedàra es invitado a cenar en el castillo, y en lugar de ir con su mujer lo hace con su hija Angélica. La muchacha es de una belleza sorprendente y, para enfatizarlo, Lampedusa escribe: “Los Salina se quedaron sin respiración; Tancredi llegó a sentir el latido de las venas en las sienes”. Tancredi Falconeri es el sobrino del príncipe Salina y hasta este momento de la novela cortejaba a Concetta, una de las hijas del príncipe.
En la versión cinematográfica de realizada por Luchino Visconti, Claudia Cardinale interpreta a Angélica Sedàra, quien ríe a carcajadas por las ocurrencias de Tancredi, rozando –en apariencia– la sobreactuación. Pero de ese gesto desmesurado se sirve Visconti para explicar, con las limitaciones narrativas del cine, no ya la falta de educación de la muchacha sino el modo en que la nueva clase viene a irrumpir en los salones de palacio que hasta ahora solo cobijaban los modos y las formas de los aristócratas.
En Leonardo Sciascia –otro escritor siciliano–, a propósito del político italiano, secuestrado y ejecutado por las Brigadas Rojas, sostiene que con Aldo Moro “uno tenía la impresión de que sabía ‘algo más’: el secreto italiano y católico de asimilar lo nuevo a lo viejo, de poner todo instrumento nuevo al servicio de las reglas antiguas; de que tenía, sobre todo, un conocimiento negativo, en forma de negativa, de la naturaleza humana”.
Esta característica que detecta Sciascia, esta forma líquida de expandirse en el tiempo y en el espacio de las ideas sin que el producto se modifique, es lo que Lampedusa define como el logro de alcanzar el máximo grado de equilibrio posible en un mundo inestable.
Unos meses antes de morir, Giuseppe Tomasi di Lampedusa, quien no vería en vida publicada su obra le envió una copia mecanografiada de la novela a Enrico Merlo, uno de sus amigos más cultos. En la carta que acompaña la carpeta, a modo de posdata, Lampedusa le advierte a Merlo: “Atención: el perro Bendicò es un personaje importantísimo y es casi la clave de la novela”. Sin duda lo es, ya que Bendicò acompaña durante toda la primera parte de la novela al príncipe de Salina y, más que una sombra, el perro es un interlocutor a través del cual su dueño observa el mundo, una visión que apenas puede compartir con nadie y que tiene una carga existencial desde la que el príncipe acepta la contingencia y se acerca a la muerte. Y la muerte adquiere sentido cuando muchos años después, fallecido ya el príncipe en una escena que Lampedusa titula significativamente “Fin de todo”, una de sus hijas hace arrojar el cuerpo embalsamado del perro, deteriorado y apolillado, a un patio donde se deposita la basura. Eso es la muerte, lo que se lleva también consigo el pasado. Y ese otro mensaje de la novela, su leitmotiv, el “gatopardismo” que indica que todo se puede retener si se es capaz de cambiarlo todo, no es más que una falsa ilusión.
Como afirma el diccionario de la RAE, traducir es expresar en una lengua lo que está escrito o se ha expresado antes en otra. Hablando de películas, los doblajes son traducciones orales del original en una lengua distinta: en las pelis del domingo –por caso–, los canales de aire nos presentan siempre personajes que mueven la boca en inglés pero hablan español. Y también, esta vez escritas, son traducciones los subtitulados. Los subtitulados nos permiten ver una película extranjera hablada en su idioma (extranjero) original y entenderla, aunque no entendamos lo que oímos.
Ahora bien, si la traducción es un uso (casi) cotidiano, la “intraducción” o traducción dentro de la misma lengua suele ser bastante infrecuente. En la literatura, para dar un ejemplo interesante, la autora argentinoespañola Clara Obligado emplea la “intraducción” en sus obras, particularmente en la novela (gracias, Cecilia, por los datos). En ella, la protagonista se ve obligada a “traducir” de un lado a otro el rioplatense y el español peninsular: que “falda” o “pollera”, que “canilla” o “grifo”.
Desde luego, el recurso de Obligado pone en juego una condición literaria que busca evidenciar el exilio desde la palabra. Otro es el cantar cuando la traducción interna se hace con subtítulos en español de España para una película hablada en el español de México, tal como ocurrió con del mexicano Alfonso Cuarón.
La película, que narra las vicisitudes de una familia acomodada de la Ciudad de México en los años 60 del siglo pasado, pone sobre el tapete las diferencias de clase que quedan representadas por el contraste entre etnias. Con breves segmentos en mixteco, subtitulados al español para los hispanohablantes, la película se desarrolla en español mexicano. Por eso la pregunta: ¿un subtitulado, en la presunción de que los españoles no la entenderán?
Cabe aquí señalar un par
Y otrosí. Con el estreno en 1991 de los estudios Disney empezaron a hacer el doblaje de sus films al español en dos versiones: una para la América hispanohablante y otra para la Península. Curiosa expresión de los requerimientos de la Madre Patria. A ninguno de por aquí se le habría ocurrido pedir doblajes o subtítulos para o pasando por
o las telenovelas venezolanas. Ni tampoco, pues, para las películas de Almodóvar. O de Saura.
Nadie puede negar la fuerte unidad de la lengua española, hablada por más de 500 cada escena deja en claro de qué se está hablando y, aun cuando no se comprendiese la palabra aislada, se la entiende muy bien dentro de la frase y de la situación concreta. Huelga decirlo.
es “película en lengua extranjera” para la Academia de Artes y Ciencias Cinematográficas de Hollywood. Pero (salvo en los segmentos en mixteco) está hablada en la lengua de todos los hispanohablantes. ¿Pensará Netflix que los españoles no lo son?