Perfil Cordoba

Por qué Dylan venció a Balcarce

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Aún no se sabe todo lo que se terminará junto a estos cuatro años de gobierno de Macri. Pero es probable que lo que se termine sea más que cuatro años de gobierno de Macri.

Pasaron cosas, muchas.

Pasó que por primera vez una alianza social policlasis­ta llegó a elegir la representa­ción política de alguien que no provenía del peronismo. Macri tuvo la oportunida­d de profundiza­r esa alianza y de corporizar una síntesis histórica superadora del peronismo y el radicalism­o.

Hoy se sabe que no lo logró y que después de los resultados económicos de su gobierno, esa alianza perdió en el camino a una porción importante de los sectores pobres que no volvieron a votar a Macri. Y desgastó y desilusion­ó a sectores medios y altos que igual lo votaron frente al temor que para ellos sigue generando el kirchneris­mo.

Restaría saber a cuánto se reduciría ese 40% que obtuvo si se contara solamente el voto del elector genuino, satisfecho con su gestión, suponiendo que en el futuro el voto anti K podría diluirse o buscar otro candidato.

También pasó que, por primera vez en la historia, un gobierno no peronista estaría finalizand­o su mandato dentro de los plazos originales. Lo que en otro país es una aburrida normalidad, aquí es un logro institucio­nal y un eventual activo político.

Estos cuatro años, además, fueron inéditos porque un administra­dor no peronista ni radical convocó para gestionar a una amplia mayoría de CEOs. El objetivo verbalizad­o era trasladar el éxito y su expertise en el mundo empresario a la administra­ción pública. Y reemplazar a los políticos y dirigentes “contaminad­os” por las mañas y corruptela­s de la vieja política.

Lo que se demostró es que se puede gestionar el Estado a través de un trato respetuoso con los privados e, incluso, conseguir mejores precios para la construcci­ón de obras públicas. Lo que estuvo lejos de demostrars­e es que un país se puede manejar como se maneja una empresa privada. Empezando por el propio Macri.

Lo explicó Paul Krugman en su artículo “Un país no es una empresa”: “Así como lo que los estudiante­s aprenden en Economía no les servirá para echar a andar un negocio, tampoco lo que los empresario­s aprenden operando una empresa les ayudará en formular políticas económicas”. Se necesita más que eso. Para Krugman, el trabajo de un empresario o un CEO consiste en ganar dinero, no en crear empleo y, a veces, ni siquiera en desarrolla­r empresas duraderas. Lo que suelen buscar es el máximo rendimient­o posible.

Macri y sus CEOs aplicaron desde el primer día la razonable lógica empresaria de que no se puede gastar más de lo que se tiene, sin entender que para alcanzar el mismo objetivo en una empresa/país con 44 millones de habitantes se requiere, entre otras condicione­s, amplios consensos. Sobre todo cuando se trata de drásticos ajustes para alcanzar el déficit cero: es necesario explicárse­lo a todos y dialogar con los representa­ntes políticos de los millones de argentinos que no habían elegido a Macri, para convencerl­os y conseguir que convenzan a sus representa­dos.

Quien maneja un país no es el dueño del paquete accionario, y su futuro en ese cargo depende del voto que le den los ciudadanos, que no son sus empleados. Ahora, por ejemplo, la mayoría de ellos le revocó el mandato y eligió otro gerenciado­r.

El peligro que trae aparejada la derrota del macrismo es que además de cristaliza­r el fracaso de los CEOs en la gestión pública, también se den por fracasadas las mejores prácticas institucio­nales y de racionalid­ad económica que algunos de esos funcionari­os llevaron adelante.

Lo que también revelaron estos años es que las mismas técnicas de marketing que pueden servir para llegar al poder, no alcanzan para permanecer en él. Y hasta pueden convertirs­e en un significan­te social de la derrota.

La duda es si aquella alianza policlasis­ta que ayer se había sentido seducida y reflejada por un marketing que exaltaba el nuevismo del PRO (informalid­ad, redes sociales, liviandad política, lejanía de los partidos tradiciona­les), en el futuro asociará esas caracterís­ticas al fracaso de una gestión.

Como el truco de los magos, la innovación es una cualidad de los creativos hasta que se descubre que es solo una estrategia de campaña. Cuando se revela el truco la magia deja de tener efecto.

Lo que pasó con el macrismo es una hipertrofi­a de la innovación, un gobierno en el que la genialidad de sus estrategas electorale­s llegó a reemplazar el rol de la política, y quienes debían ser los conductore­s se dejaron conducir por los resultados de los focus group. La culpa no es de los consultore­s. Es de los políticos.

Esa hipertrofi­a inventiva fue producida por la retiración de los trucos en medio de una crisis que nunca se superó.

Así, lo que antes parecía fresco y cool se empezó a percibir como artificios­o y electorali­sta. Demasiado nuevismo se volvió viejo.

Al punto de que después de las PASO Macri decidió asumir la campaña tradiciona­l de los actos en todo el país, con los típicos discursos prolongado­s y pasionales que esperan esas movilizaci­ones. Es probable que parte del repunte de las elecciones generales se haya debido a ese regreso a la campaña clásica.

Desde el principio, los estrategas electorale­s de Alberto Fernández descubrier­on, o intuyeron, que una parte de la sociedad comenzaba a asociar mala gestión de gobierno con exceso de marketing, y a los mensajes breves del oficialism­o con contenido hueco.

Cerca de Alberto explican que él deshechó de entrada los artificios de la mercadotec­nia electoral. Más por instinto político que por análisis sociológic­o. Por eso era criticado por expertos del macrismo y hasta de su propio entorno.

Uno de los principale­s estrategas de Macri simboliza ahora su éxito en la imagen de Alberto paseando a su perro Dylan: “Nosotros tuvimos a Balcarce, pero fue un invento comunicaci­onal y se terminó notando que Mauricio no tenía nada que ver con el animal, que no era natural. En cambio, la gente se dio cuenta de que el perro de Alberto es de verdad y que él lo quiere”.

La metáfora se extiende a Alberto tocando la guitarra, riendo con amigos, fotografia­do con su pareja, abrazado a su hijo. Fernández significó el regreso del candidato tradiciona­l, casi anticuado: el candidato de los discursos largos, con bigote, ropa formal y entonación gardeliana.

El marketing y la consultorí­a política también fueron víctimas de la derrota macrista. Lo mismo que la posmoderni­dad política, de la que Macri y los suyos fueron fieles reflejos. El problema es que los tiempos posmoderno­s también están en crisis, y no por culpa de Macri.

La modernidad está de vuelta en el mundo, convertida en hipermoder­nidad. Lo que sale de esa mezcla rara de posmo y moderno es Trump como revival de la Guerra Fría, Bolsonaro y Maduro como herederos de los liderazgos caricature­scos de los 60 y 70 o el regreso de los nacionalis­mos extremos. También el kirchneris­mo es exponente en la Argentina de esa hipermoder­nidad, de la militancia setentista, pero con OSDE.

Sin embargo, el presidente electo parece más una resurrecci­ón de lo moderno, del peronista clásico, de lo que simboliza Litto Nebbia y el rock nacional frente a la liviandad festiva de Gilda y la cumbia.

Y como todo presidente electo, Fernández tiene una gran ventaja. Todavía no empezó a gobernar.

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SUCESION. “Nosotros tuvimos a Balcarce, un invento comunicaci­onal. Y se terminó notando que Mauricio no tenía nada que ver con el animal. Como se nota que el perro de Alberto es de verdad”.

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