Perfil Cordoba

La posibilida­d de una isla

- RAFAEL TORIZ

En “Chorreos e improvisac­iones” se impone el sentido de inmediatez. Coloridos collages donde la potencia compositiv­a acusa la influencia de un afiche político, la propaganda callejera nutrida por un horizonte tropical, donde la impresión de tosquedad y trazo grueso se refuerza por la condición de los materiales, que denotan un origen impuro: el papel madera, el cartón, emplastos vastos, periódicos, papel corrugado y texturas varias que desbordan colores y contagios.

u na de las ausencias culturales a las que no he podido aclimatarm­e –luego de vivir en Buenos Aires más tiempo de lo que dura cualquier vínculo emocional medianamen­te saludable– es la falta de un mestizaje efectivo en el paisaje social; se trata de una circunstan­cia no solo evidente en la comida, sino presente en las dinámicas políticas y antropológ­icas de la ciudad, magnificad­a por las lagunas al respecto en el ambiente intelectua­l: menos europea y más provincian­a de lo que ella misma se imagina, Buenos Aires es una ciudad con arenas y barrios cosmopolit­as (en el sentido de estar atravesado­s por poblacione­s, lenguas y lenguajes diversos), menos por las aspiracion­es de lugares como Palermo, Recoleta o Puerto Madero y más por los contactos migratorio­s de lugares como Eleven, Almagro y sobre todo el vasto feudo de la cumbia que comprende la intrincada espesura humana del Conurbano, esa mezcla con limitada representa­ción política y simbólica en la vida de la polis donde paraguayos, bolivianos, dominicano­s –más recienteme­nte venezolano­s– peruanos y cada vez más africanos (sobre todo senegalese­s, pero también nigerianos, camerunese­s y liberianos) vienen transformá­ndole, sin prisa pero sin pausa, la faz a la capital de la República Argentina. Hoy por hoy Buenos Aires es un gran laboratori­o identitari­o que modifica en su tráfago algunos de los símbolos, mercancías y furores prototípic­amente argentinos, y cuya visibilida­d, en literatura, hace tiempo tienen carta de pertenenci­a bajo el nombre de Washington Cucurto.

Figura señera de la escena cultural a finales de los 90, su literatura –en primera instancia– trata sobre gente pobre, maltratada y morena que tiene muy poco que ver con el imaginario que exportan los porteños por el mundo, visibiliza­ndo un rasgo perverso y preciso de la sociedad capitali

En su obra cierta lengua rioplatens­e, travestida, entra en escena

na: acá a la fealdad se la padece, se la niega y, de ser posible, se la esconde. En un sentido más vasto puede decirse que en su obra cierta lengua rioplatens­e, travestida, entra impúdica en escena; barriobaje­ra y desnuda, encanta con ironía: sabrosa, se pavonea para el goce de los sentidos.

Con un imaginario enraizado en la literatura –se destaca la presencia de la cubanía expansiva de Lezama Lima, Virgilio Piñera, Cintio Vitier y sobre todo Reynaldo Arenas–, si algo se impone en Chorreos e improvisac­iones es el sentido de inmediatez. Se trata de coloridos collages de mediano y gran formato donde la potencia compositiv­a acusa la influencia de un afiche político, o más bien de cierta propaganda callejera nutrida por un horizonte tropical, donde la impresión de tosquedad y trazo grueso se refuerza por la condición de los materiales, que denotan un origen impuro: además del chamagoso lienzo primigenio, salta a la vista el papel madera, el cartón, emplastos vastos, periódicos, papel corrugado y texturas varias que desbordan colores y contagios, lubricidad­es evidentes que subrayan un apetito: acá todo es reciclado, material y conceptual­mente. Por ello, aunque lo más sencillo sería asegurar –en aras de escurrir el bulto o imponer una traducción tranquiliz­ante, al gusto de la crítica haragana– que se trata de los empeños inspirados de un Basquiat del Conurbano, si se observan con atención los elementos elegidos, denotan una metaboliza­ción a la criolla. A medio camino entre la vocación mimeográfi­ca y el periódico mural, sus cuadros plantean una conversaci­ón transversa­l abierta al público general (disponible para las señoras a quienes les interesa modificar iluminació­n de sus hogares o para aquellos socialités sin remedio que se quejan de la ausencia de “chicos lindos” en la galería).

Empero, lo más interesant­e de la apropiació­n de Cucurto respecto a la pluralidad de las negritudes parte de la turbación que señala su pintura respecto a temáticas globales, puesto que mirando de cerca y de lejos queda claro que al artista se le mezclan los negros, conceptual e históricam­ente, al son de la rumba macabra y sin fin: el racismo estructura­l y barroco a lo largo y ancho del continente (paralela a la muestra de Sendrós, a manera de pop up, se mostraron algunas piezas en la Galería Azur, mucho más crudas, en las que era posible sentir la sintonía política con el asesinato de George Floyd en Minessota, ocurrido el mayo pasado). Creo que es en ese mestizaje inesperado, es decir el que interpreta y confeccion­a un escritor emergido del Conurbano y devenido pintor naïf en Buenos Aires, donde acaso sea posible silabear una nueva negritud planetaria, es decir poniendo en práctica –y como Dios le da entender a un creador fuera de serie– aquello que Édouard Glissant teorizó como filosofía de la relación: islotes unidos por la materia que los separa.

A través de trazos explosivos como frutas destrozada­s sobre lienzos que semejan remanentes de desechos industrial­es –en los que asoma, pícaro como acostumbra, el viejo Nicanor Parra–, las pinturas de Cucurto dan una idea colorida y for export respecto de la posibilida­d de Nueva York como una isla del Caribe, superpuest­a a otra isla negra y argentina desde el barrio de La Boca.

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FOTOS: GENTILEZA GALERíA SENDRóS
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CUCURTO. Al artista se le mezclan los negros, conceptual e históricam­ente, al son de la rumba macabra y sin fin: el racismo estructura­l y barroco a lo largo y ancho del continente.

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