La posibilidad de una isla
En “Chorreos e improvisaciones” se impone el sentido de inmediatez. Coloridos collages donde la potencia compositiva acusa la influencia de un afiche político, la propaganda callejera nutrida por un horizonte tropical, donde la impresión de tosquedad y trazo grueso se refuerza por la condición de los materiales, que denotan un origen impuro: el papel madera, el cartón, emplastos vastos, periódicos, papel corrugado y texturas varias que desbordan colores y contagios.
u na de las ausencias culturales a las que no he podido aclimatarme –luego de vivir en Buenos Aires más tiempo de lo que dura cualquier vínculo emocional medianamente saludable– es la falta de un mestizaje efectivo en el paisaje social; se trata de una circunstancia no solo evidente en la comida, sino presente en las dinámicas políticas y antropológicas de la ciudad, magnificada por las lagunas al respecto en el ambiente intelectual: menos europea y más provinciana de lo que ella misma se imagina, Buenos Aires es una ciudad con arenas y barrios cosmopolitas (en el sentido de estar atravesados por poblaciones, lenguas y lenguajes diversos), menos por las aspiraciones de lugares como Palermo, Recoleta o Puerto Madero y más por los contactos migratorios de lugares como Eleven, Almagro y sobre todo el vasto feudo de la cumbia que comprende la intrincada espesura humana del Conurbano, esa mezcla con limitada representación política y simbólica en la vida de la polis donde paraguayos, bolivianos, dominicanos –más recientemente venezolanos– peruanos y cada vez más africanos (sobre todo senegaleses, pero también nigerianos, cameruneses y liberianos) vienen transformándole, sin prisa pero sin pausa, la faz a la capital de la República Argentina. Hoy por hoy Buenos Aires es un gran laboratorio identitario que modifica en su tráfago algunos de los símbolos, mercancías y furores prototípicamente argentinos, y cuya visibilidad, en literatura, hace tiempo tienen carta de pertenencia bajo el nombre de Washington Cucurto.
Figura señera de la escena cultural a finales de los 90, su literatura –en primera instancia– trata sobre gente pobre, maltratada y morena que tiene muy poco que ver con el imaginario que exportan los porteños por el mundo, visibilizando un rasgo perverso y preciso de la sociedad capitali
En su obra cierta lengua rioplatense, travestida, entra en escena
na: acá a la fealdad se la padece, se la niega y, de ser posible, se la esconde. En un sentido más vasto puede decirse que en su obra cierta lengua rioplatense, travestida, entra impúdica en escena; barriobajera y desnuda, encanta con ironía: sabrosa, se pavonea para el goce de los sentidos.
Con un imaginario enraizado en la literatura –se destaca la presencia de la cubanía expansiva de Lezama Lima, Virgilio Piñera, Cintio Vitier y sobre todo Reynaldo Arenas–, si algo se impone en Chorreos e improvisaciones es el sentido de inmediatez. Se trata de coloridos collages de mediano y gran formato donde la potencia compositiva acusa la influencia de un afiche político, o más bien de cierta propaganda callejera nutrida por un horizonte tropical, donde la impresión de tosquedad y trazo grueso se refuerza por la condición de los materiales, que denotan un origen impuro: además del chamagoso lienzo primigenio, salta a la vista el papel madera, el cartón, emplastos vastos, periódicos, papel corrugado y texturas varias que desbordan colores y contagios, lubricidades evidentes que subrayan un apetito: acá todo es reciclado, material y conceptualmente. Por ello, aunque lo más sencillo sería asegurar –en aras de escurrir el bulto o imponer una traducción tranquilizante, al gusto de la crítica haragana– que se trata de los empeños inspirados de un Basquiat del Conurbano, si se observan con atención los elementos elegidos, denotan una metabolización a la criolla. A medio camino entre la vocación mimeográfica y el periódico mural, sus cuadros plantean una conversación transversal abierta al público general (disponible para las señoras a quienes les interesa modificar iluminación de sus hogares o para aquellos socialités sin remedio que se quejan de la ausencia de “chicos lindos” en la galería).
Empero, lo más interesante de la apropiación de Cucurto respecto a la pluralidad de las negritudes parte de la turbación que señala su pintura respecto a temáticas globales, puesto que mirando de cerca y de lejos queda claro que al artista se le mezclan los negros, conceptual e históricamente, al son de la rumba macabra y sin fin: el racismo estructural y barroco a lo largo y ancho del continente (paralela a la muestra de Sendrós, a manera de pop up, se mostraron algunas piezas en la Galería Azur, mucho más crudas, en las que era posible sentir la sintonía política con el asesinato de George Floyd en Minessota, ocurrido el mayo pasado). Creo que es en ese mestizaje inesperado, es decir el que interpreta y confecciona un escritor emergido del Conurbano y devenido pintor naïf en Buenos Aires, donde acaso sea posible silabear una nueva negritud planetaria, es decir poniendo en práctica –y como Dios le da entender a un creador fuera de serie– aquello que Édouard Glissant teorizó como filosofía de la relación: islotes unidos por la materia que los separa.
A través de trazos explosivos como frutas destrozadas sobre lienzos que semejan remanentes de desechos industriales –en los que asoma, pícaro como acostumbra, el viejo Nicanor Parra–, las pinturas de Cucurto dan una idea colorida y for export respecto de la posibilidad de Nueva York como una isla del Caribe, superpuesta a otra isla negra y argentina desde el barrio de La Boca.