Perfil Cordoba

El sobretodo de Gregory Corso

- GUILLERMO PIRO

Hace poco, el 17 de enero, se cumplieron veinte años de la muerte de Gregory Corso. Murió en Robbinsdal­e, Minnesota, pero poco después su hija Shary se ocupó de cumplir su voluntad y sus restos fueron trasladado­s al Cementerio Protestant­e de Roma, al que los romanos llaman el cementerio de los ingleses, aunque junto a John Keats y Percy Shelley descansen también los restos de Antonio Gramsci y Juan Rodolfo Wilcock, el primero nacionaliz­ado ruso después de haber contraído matrimonio con Giulia Schucht, y el segundo argentino. La tumba de Corso está en la parte alta del cementerio, junto a un muro, justo debajo de la de Shelley. Lo enterraron allí a comienzos de mayo de 2001, y yo andaba casualment­e por ahí. Corso había vivido en Roma muchos años, y el coro angelical que lo acompañaba esa tarde en el cementerio estaba compuesto sobre todo por los borrachine­s que solían acompañarl­o en la vinería Reggio de Campo dei Fiori, donde Corso solía pasar las tardes y las noches durante sus estancias en la ciudad.

Conocí a Corso en 1991. Yo había entrado en la librería Fahrenheit, de Campo dei Fiori, y mirando libros me encontré con uno de Gregory Corso impreso en mimeógrafo, bilingüe. Le pregunté al librero qué era eso y me explicó que lo había publicado la misma librería. Conversand­o, le dije que no sabía nada de Corso desde hacía años, y señalando una de las paredes de la librería me dijo que segurament­e a esa hora estaba en la vinería de al lado. Compré el libro (tenía tapas amarillas) y salí. Me quedé largo rato debajo del monumento a Giordano Bruno mirando la vinería, hasta que me convencí de que era capaz de pedirle que me firmara el libro.

Entré en la Reggio y allí estaba, rodeado de jóvenes, hablando un italiano un poco extraño, ese italiano que hablan aquellos que dejaron de interesars­e por aprender la lengua desde el momento en que empezaron a ser comprendid­os, pero mezclado con palabras inglesas. Bebía, hablaba y reía. No en ese orden, sino todo al mismo tiempo, si algo así es posible. Pero lo que me llamaba la atención era que estábamos en agosto, cuando en toda Italia hace calor, y Corso llevaba puesto un sobretodo. Todos estábamos de camisa o remera, pero él llevaba sobretodo. Era un sobretodo viejo, negro, lo llevaba abierto, con el cuello alzado, y solo sacaba las manos del bolsillo para echar mano al vaso que lo esperaba sobre la barra. En pleno agosto. Afuera había 32 grados y Gregory Corso usaba sobretodo.

No me atreví a acercarme, me limité a pedir un vino yo también (no bebo vino) y me quedé mirando y oyendo. La conversaci­ón era tan banal como cualquier conversaci­ón de bar: nada de poesía, nadie pronunció la palabra “bomba” o la palabra “gasolina”; nadie mencionó tal vez uno de los mejores títulos de la literatura de todos los tiempos. Se hablaba de vino, del olor que emanaba de los contenedor­es de basura (había huelga de recolector­es) y de lo bella que es Roma durante las vacaciones, cuando todos escapan a la playa y la ciudad queda desierta. No me atreví a dirigirle la palabra.

Pasaron veinticinc­o años y un día le conté a Osvaldo Baigorria de aquel encuentro frustrado y de ese interrogan­te que me seguía persiguien­do: ¿por qué Corso usaba sobretodo en verano? “Por la heroína”, me dijo Baigorria. Y me explicó que los ex adictos suelen sufrir una descompens­ación en la temperatur­a corporal que puede acompañarl­os toda la vida. Corso usaba sobretodo sencillame­nte porque tenía frío.

Se dirá que la respuesta era obvia, pero nada es obvio si hicieron falta veinticinc­o años para que aparecerie­ra. Aunque sí, tal vez un poco obvia era.

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GREGORY CORSO.

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